Algunas de las cosas que se me ocurren

Un Camino de Hormigas

El bajón se hacía sentir en las tripas de Guille. Rezongaba por dentro. Las últimas pastillas fueron innecesarias, pero Guille necesitaba subir un poco más. Al menos un rato. Lo mínimo era algo.

– Creo que estoy por vomitar

– No seas boludo. No las escupas.

Guille se dejó caer del lado izquierdo y giró un poco por el pasto para quedar del lado derecho.

– Al revés quedate, no aprietes el hígado que es peor.

A Guille le costó una barbaridad, pero a milímetros de apoyar la mejilla su mundo empezó a girar más de lo que podía controlar. Un sabor amargo y ácido provino de su esófago y produjo un reflejo que hizo escupir algo de saliva rancia. Escupió y se giró dándole la espalda a Darío. Apoyando su costado derecho.

– ¡Dejame acostarme como quiero!

– Hacé como quieras. No me grites.

Darío miró el suelo y se quedó colgado mirando el caminito de las hormigas. Eran las seis y pico de la mañana y estaban recontra activas. El sol había salido hace rato. Darío volvió a ver a Guille y lo encontró en posición fetal. Acostado del lado izquierdo. Sonrió.

Guille tosió y se limpió la baba mezclada con pasto y hormigas.

– Che, Daro…

– ¿Qué?

– ¿Vendemos crack y flash?

– ¿Flash?

– Si, flash, suena re piola para droga.

– No existe el flash.

– Inventemos una droga. Y le ponemos flash. Y la vendemos nosotros solos. Nos hacemos millonarios. ¿Cuál hay?

– Que ni vos ni yo somos bioquímistros como para hacer flash, y menos crear una droga nueva.

– Bioquímicos se dice.

– No importa.

Darío volvió a su mundo mirando las hormigas. Ya tenía las articulaciones de las rodillas duras. Sabía que al moverlas le iban a doler. Empezó de a poco a intentar moverlas, pero era poco, prefería quedarse en cuclillas un rato más mirando las hormigas a tener que soportar el dolor del estiramiento.

– Che, Guille…

– ¿Qué?

– Me va la de flash.

– ¡Viste! ¡Vamos toneladas! No, no hay mucho dinero.

– No tenemos como para toneladas, pero si conseguimos a algún bioquí…mico barato la podemos hacer.

– La de Breaking Bad.

– El papá de Malcolm.

– Ese. Heisenberg.

– Un crack.

– Sería gracioso que el rubio ese se llame flash.

Ambos formalizaron una sonrisa austera y muy sincera, y se quedaron callados un par de minutos. Cada uno tratando de enfocar la vista, y corroborar cada tanto que podían mover los músculos.

La plaza estaba lo suficientemente vacía como para que los dos se sientan tranquilos y el barrio era demasiado placentero como para que pudieran sentirse intimidados de alguna manera. La gente que iba a trabajar sabía esquivarlos.

El sol giró lo suficiente como para pegarle en la cara a Guille. Tragó un pedazo de saliva amarga y pastosa e intentó acomodarse mirando algún punto fijo. Se había quedado dormido unos minutos y en todo ese tiempo Darío se quedó mirando las hormigas y cómo estas esquivaban los palitos que él les tiraba.

– Che, Daro…

– ¿Qué?

– ¿Y si en vez de hacer flash comemos algo? Creo que me siento mal.

– Deberíamos ir a la panadería.

– Comprate unos chispá.

– Pero vení conmigo.

– Dame un rato.

Darío intentó estirar las rodillas, pero sentía que ya estaban agarrotadas al máximo. No iba a ser fácil moverlas. Y se quedó así. Admirando a las hormigas hasta que Guille se levante. En algún momento.

-Che, Guille…

Don Giménez Segundo

Don Giménez no podía más, su boca se estaba transformando en una fábrica de baba espumosa y alaridos cada vez más agudos e insoportables.

-¡Te odio! -, gritaba Don Giménez.

-¡Basta! -, gritó la chica desde adentro.

-¡Te odio! -, gritaba Don Gimenez, e ignoraba los sonidos que se escuchaban desde adentro, estaba concentrado en una única cosa que lo estaba transformando en su versión más horripilante.

-¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! -, y triplicaba el grito para que fuese oído y comprendido.

-¡Basta, Don, Basta! -, grita una vez la chica desde adentro.

Don Gimenez por primera vez la sintió. Miró al suelo y se limpió la baba espumosa. Bufó un par de veces y volvió a tomar aire. Estaba agitado, su corazón no soportaba tanto odio contenido. Pero más allá de eso, Don Giménez se confiaba a sí mismo de ser sociable, apreciable, y hasta amigable con todos. Y sin embargo, odiaba.

Su némesis le era indiferente, escupía una mirada suelta en cada agudo alarido que le proporcionaba Don Giménez.  En el barrio no tenía un nombre definido, y a él poco le importaba. Don Giménez lo odiaba. No había razones más allá de lo comprensible. El viejo era complejo en su carácter y eso lo hacía adorable. Pero ese odio dejaba sin voz a la chica que gritaba desde adentro. El ‘basta’ que le proporcionaba la chica era suficiente como para que Don Giménez supiese que hizo algo malo. Él lo sabía, aunque no lo comprendía. Su maldad no se regía en hacerle la vida imposible a ella, pasaba por un cuarto intermedio en donde no sabía que le estaba haciendo mal. Como cuando meó la alfombra. Don Giménez pensó que era un buen lugar para mear. Pero a la chica le pareció un lugar bastante malo porque le gritó ese día y Don Gimenez lo recuerda con cada grito de ‘basta’ de la chica.

Mientras el tiempo lo vistió con una sabiduría inocente, la vejez trajo consigo algunos problemas de sordera y algo de cadera.

«Los riñones me andan bárbaro», pensaba cada tanto Don Giménez, estaba contento de que pueda seguir yendo al baño sin problemas. Veía a otros similares a su edad y los veía decadentes y gorditos. Él se sentía cómodo con sus orejas largas casi al suelo y su panza bastante más alejada del suelo. Aunque le pesaba la edad. Estaba siempre cansado. Últimamente dormía más. «De aburrido», se justificaba para encontrarle una razón. Y se daba una vuelta más para buscar al sol y que no le moleste los ojos.

Y a veces aparecía él.

Y desde la ventana lo miraba dormir a Don Giménez.

No era fetiche. Ni curiosidad.

Aquel que no tenía nombre sólo lo miraba para molestar.

Y Don Giménez lo odiaba por eso.

-¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! -, le gritaba cada vez que lo veía.

-¡Callate, Don Giménez! ¡Pará de ladrar! -, gritaba la chica mientras llegaba con la chancleta. Y al son de un par de gritos pelados cerró la persiana.

Don Giménez quedó a la sombra, y desde el techo aquel que no tenía dueño comenzó maullarle al sol, mientras se tiraba a dormir.

La chica no lo entiende, pero Don Gimenez tiene excelentes razones para odiarlo.

El Señor del Tiempo

– Hola, si. Por favor, ¿con el Señor del Tiempo? Si, si, no hay ningún problema, lo aguardo en línea.

Martín se vio consumido en un espiral reaccionario y multidimensional, su momento de gloria se había vaciado y sólo le quedaban algunos recuerdos vagos de sinceridad y postmodernismo.

Tosió un par de veces y se quedó a la espera de que el Señor del Tiempo conteste a su interno. La musiquita monofónica había quedado registrada en los albores de finales del siglo anterior como algo nuevo y muchos ya se hacían eco del mismo programa para construir sus salas de espera con instrumentales basadas en los primeros juegos digitales.

Martín trago saliva y la musiquita comenzó de nuevo. El penitente acto lo constituía como un paciente, un esperador, una nota perdida que se mantiene a lo largo de toda una canción reclinada y sumergida en bastos atardeceres sin sentir más que el sonido cutre y anaranjado del sol escondiendo su calor. Pero Martín no se sentía así. Él estaba esperando en la oscuridad a que el Señor del Tiempo se desocupe para entregarle un poco de su inmensidad abrazadora.

El corazón de Martín empezó a palpitar muchísimo más pesado y lento. Sentía que cada latido escupía una cantidad de sangre que sus venas apenas podían soportar. Pero él esperaba, como aquel que se entristece por perder y sueña con una revancha, moldeando un presente desilusionado y caótico.

Por un instante la musiquita que transmitía la cajita se vació y comenzó de nuevo, Martín se perdió contando la cantidad de veces en que volvió a empezar. Sus dedos se entumecían, su espalda giraba en caída libre cada vez más pronunciada y el sonido ininterrumpido de eco que promocionaba el teléfono se descomponía en un sinfín de melodías inconclusas que no llegaban a construir un presente.

Martín llegó al punto de no-pensar. Se quedó en blanco contemplando la mínima sinfonía y el resultado anacrónico de una cadena de altos y bajos melodramáticos que sustituían un mundo de silencio y desazón. Pero el Señor del Tiempo no lo atendía. La musiquita se escuchaba como un réquiem antagónico y malinterpretado.

Martín comenzó a sentir algo que nacía en ningún lado, pero que estaba ahí. Sus piernas se estremecieron y un calosfríos recorrió varios hilos de nervios que sacudieron un millar de ramificaciones y lograron erizarle los vellos de sus muslos y, poco a poco, también en sus brazos.

Martín comenzó a sentir el dolor de que el Señor del Tiempo lo olvide, como lo ha hecho con todos, alguna vez.

Y colgó.

Sin esperar a que la musiquita termine.

Simplemente interpretando, sintiendo y resignificando al presente.

Entendiendo a su vida como un punto finito.

Lloró y gritó para sentirse libre.

Martín comprendió que el Señor del Tiempo nunca lo iba a atender.

Porque él era el Señor del Tiempo.

Él era el Señor de su Tiempo.

SuperEllos

– Martín se tambaleaba por el pasillo hasta la sala de estar y se tumbó en el sillón marrón. Apenas cayó se dio cuenta de que el control remoto estaba entre los almohadones, pero moverse significaba demasiado esfuerzo y el daño en las costillas ya estaba hecho. Bufó una vez más dejando escapar hasta la última gota de aire y volvió a inspirar llenándose los pulmones hasta el tope.

– Callate Diego, me duele la cabeza.

– Martín estaba cansado, se relamía esperando que alguien le alcance un mate, o una coca bien fría. Sacó su antebrazo de su cara e intentó ver la mesita ratona. Pero no había ni mate, ni coca. Su frustración se hizo aún más frustrante.

– Ya está Diego, pará con esa boludez.

– Martín tiró nuevamente la cabeza para atrás y entendió que su amigo no iba a dejar de narrar todo lo que él estaba haciendo. Martín lo aceptó.

– Sos insoportable

– Dijo Martín y sonrió. Con su último aliento, intentó sacarse el control de la espalda, pero no había lógica en sus movimientos toscos que pululaban a ritmos incomprensibles. Martín largó una carcajada y se dejó caer al suelo. Los cuarenta centímetros que lo alejaban del suelo los realizó en cámara muy lenta, como lo haría una babosa de metro setenta.

– Metro setenta y seis.

– Dijo la babosa Martín desde el suelo.

– ¿No me traes un vaso de agua al menos?

– Martín preguntó al aire, esperanzado y con el agónico suspiro de alguien que le reza al universo para salvar su alma. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un costado. La ternura que mostraba Martín era sólo comparable con la de un cachorro de labrador jugando con una pluma. Pero de la misma manera generaba lástima, pena y una culpa impresionante a todo aquel que lo viera y no hiciese nada por salvar su entidad. Martín se rió de nuevo y puso sus manos entre su cachete izquierdo y el suelo. Su amigo no tenía escapatoria, había caído en una trampa de ternura y pena. No tuvo más opción que levantarse e ir hasta la heladera a buscar un vaso de agua bien fría.

– Y si querés andá poniendo el agua en la pava.

– Martín no paraba de dar órdenes. Su amigo ya estaba más cerca de no creerle la mentira de la culpa y seguir siendo el narrador de esta aventura bastante tediosa y embolante. Pero siguió su quest en búsqueda de ese vaso de agua helada que tanto necesita Martín para sobrevivir.

– Y la pava. Dale, después yo armo los mates.

– Martín entró en una espiral hipnótica en donde creía que todo el mundo caería en las mentiras que recitaba. Pero su amigo entendió que Martín, de alguna manera, estaba negociando y aceptó la propuesta, aún sabiendo que muy posiblemente pierda toda su libertad en dedicarse a cumplir caprichos ajenos.

– Che, Diego.

– Martín intentaba comunicarse, pero su amigo ignoraba su llamado. Estaba sacando el agua de la heladera y era un procedimiento muy importante para él, ya que de derramar algo, sólo él podría limpiarlo porque Martín estaba tumbado en el suelo y no se iba a levantar. Martín entendió y se cayó la boca por un rato mientras su amigo hacía todo. Unos segundos después ya estaba en viaje a darle a Martín el bendito vaso de agua.

– Dale Diego, armate los mates.

– Martín intentó reincorporarse pero sólo sabía levantar el brazo por encima de la mesa ratona. Su amigo lo veía cada vez más incómodo y le ofreció acompañarlo a que se duerma. Martín agarró el vaso de agua, lo tomó de un saque y lo devolvió vacío. Formulando una reverencia se reincorporó para enfilar a su pieza.

– ¿Hoy dijiste pulular, no?

– Dijo Martín a pasos de haber iniciado su caminar. Se rió, y su amigo lo entendió como una burla.

– No nabo, no te enojes, lo dije porque es rara la palabra. Como de hace noventa años. No sé, piola.

– Su amigo sonrió y dejó entrever que Martín ya lo tenía cansado. Pero que estaba todo bien, y eso era lo que importaba. Martín miró al baño de camino a su pieza, y giró para prender la luz. Pero no entró. Simplemente lo miró y volvió a apagar la luz. Con un gesto holgazán volvió a su antiguo objetivo que era descansar un rato hasta que se le vaya la resaca.

– ‘Ta mañana Diego.

– Dijo Martín mientras su amigo se daba media vuelta y se iba a preparar los mates que le había prometido Martín que iba a hacer.

La Foto

-Es ahora, ¿cierto?

-Si – dijo Ella en su tono más amigable y traslúcido.

Horacio se levantó y recorrió el cuarto en búsqueda de sus tesoros más cariñosos. Caminaba despacio, sus piernas ya no respondían como antes y cada jadeo le significaba una puñalada en el pulmón derecho. Exhalaba despacio para no toser, aunque le costaba por demás.

Ella lo miraba con soltura amarga, mientras desprendía de su ropaje un olor a jazmín e incienso. No era perfume, Ella tenía ese olor de manera natural. Se sentó en la punta de la cama y miró a Horacio mientras paseaba de un lado al otro, agarrando y dejando cosas.

-No hay ninguna puerta allá, ¿para qué son las llaves? -, preguntó indiferente.

-Ya sé que no hay puertas allá, ni siquiera son de esta casa las llaves. -, Horacio enmudeció enseguida y siguió su recorrido sin mirarla.

Ella bajó la mirada de nuevo, no le gustó la respuesta de Horacio, pero sabía que todos responden necedades en sus momentos más intensos.

-El ser humano es algo extraño – dijo Ella -, se aferra a cosas que son insignificantes, a objetos que no tienen más valor que el que le asigna uno mismo.

-En algo hay que creer.

-¿Creer? Las cosas son, el resto no es más que un cuento contado por tu imaginación.

Horacio se escurrió la mano en el bolsillo y sacó un guante de cuero gris que apoyó sobre la cama. Ella no giró, apenas movió un mechón de su pelo para ver lo que Horacio había dejado.

-¿Y este guante?

-Me lo regaló mi esposa hace mucho tiempo, no sabía que estaba en el bolsillo. Por cierto, ¿cómo está Marcela?

-Está bien, durmiendo. No puedo decirte más que eso.

Horacio suspiró y siguió recorriendo el cuarto. Algo lo aturdía.

-¿Qué pasa?

-No encuentro la foto de los chicos.

-Los chicos están bien -, respondió Ella cortante.

-¡Ya sé que están bien! Necesito ver la foto.

Horacio estaba ofuscado. Buscó tres veces en la mochila y seguía sin encontrar la foto. Se estaba agitando y eso no le hacía bien a lo que le quedaba del pulmón. Un fuerte tosido le hizo escupir sangre que cayó en el suelo manchando la punta de sus pantuflas.

Ella dejó caer un suspiro, estaba cansada y todavía tenía mucho por hacer.

-Ya es hora Horacio.

-Por favor, no.

-Por favor, si. Tu cuerpo no puede soportar el cáncer ni un momento más.

Horacio se encogió de hombros y se apoyó en la cómoda de algarrobo. Intentaba mantener el equilibrio pero no podía, su visión era cada vez más borrosa.

-Necesito unos minutos más, necesito ver esa foto.

-Esa foto no está acá.

Horacio lloró y se dejo caer de rodillas al suelo. Su mano seguí aferrada al borde de la cómoda. Sentía el frío del vidrio y su filo biselado.

Ella seguía sentada, de espaldas a Horacio. Con un pequeño gesto de su comisura hizo que cada uno de los objetos en el cuarto empezaran a brillar con un color propio e indescriptible.

-Todo tiene una profundidad, un color y un tiempo.

-¿Y eso qué tiene que ver? -, preguntó Horacio tratando de reincorporarse.

-La foto que estás buscando todavía no fue tomada. Faltan casi treinta años para que alguien saque esa fotografía.

Horacio tosió un par de veces y dejó caer la sangre al suelo, esta vez, salpicando el pie de la cómoda. Se agarró fuerte del pecho y sintió la cruz escondida debajo de su camisa.

-¿Treinta años? -, preguntó limpiándose la sangre con el costado de su brazo.

-Si

-¿Los chicos van a tener treinta años?

-Los chicos y Marcela van a estar unidos por mucho más que treinta años. Y si te sirve de consuelo, llevarán esas llaves a todos lados.

Horacio miró de nuevo las llaves y éstas se iluminaban en colores celestes y rosas, con una profundidad infinita. Horacio inspiró aliviado y su respiración se hizo más pausada y placentera, y por primera vez desde que la vio, pudo sonreír.

-Yo sé que son cosas y no tienen más sentido que el que le damos. Pero de eso se trata la vida, ¿no? Darle un sentido a las cosas que no lo tienen.

-El ser humano es algo extraño. Intentan darle sentido a cosas como la vida, y encuentran razones para luchar hasta conmigo.

-No intento luchar contra vos, sólo quiero saber que todo va a estar bien.

-Todo va a estar bien Horacio. ¿Vamos?

-Vamos.

El Otro

¿Quién es aquel que se atreve a entrar en mi espacio personal?

Soy yo, un simple visitante anónimo.

Y dime, visitante anónimo. ¿Existe algún nombre con el cual pueda llamarte? Algo más natural y sincero.

No, aunque si quieres, puedes llamarme Sergio.

Sergio. Un gusto en conocerte. ¿Qué haces por aquí?

Nada particular. Sólo vengo a leerte.

Es un honor para mí que vengas hasta este humilde blog, Sergio.

Gracias.

Y bien. ¿Hubo algo que te haya gustado hasta ahora? ¿O prefieres que no hablemos?

Preferiría que no hablemos. Me gusta leer en un ambiente relajado.

Muy bien. Un gusto, Sergio. Que tengas una buena lectura.

Gracias.

Volver al sueño

Reconstruir esa maravilla

Apenas imaginable

Setecientos Veintinueve

Voy a crear un sistema que entienda al ser humano.

¿Distinto de la inteligencia artificial?

Si. Hablo de algo aún más simple.

¿Simplificar la consciencia?

Eso creo que nunca será posible. Me refiero a identificar patrones.

La vida está llena de patrones.

Y, si. Culturales, sociales, ambientales, geográficos, políticos.

No te sigo.

Una conducta es un patrón de acciones en base a las experiencias personales o conocidas. Un patrón fomenta un modelo de construir una respuesta en base a la historicidad de hechos similares.

Pero también esa es la definición de vicio.

Exacto. Ir siempre a la fácil es un vicio. Todo lo que nos controla y no nos permite ser libres son vicios. Y un vicio puede que no sea algo malo, es simplemente una forma de sobrevivir. Una realidad.

¿Tu sistema tiene que entender al ser humano?

No tanto al humano per sé. Sólo a su comportamiento, para así adivinar el futuro.

El futuro.

Exacto. Saber lo que va a pasar. Anticiparse. Hay cosas que las tenemos bastante sabidas. Por ejemplo, se sabe que la publicidad tiene estrategias de marketing para influir en las decisiones de las personas, en base a los cientos y miles de estudios de personalidades. Pero inclusive ellos no tienen la posibilidad de conocer el futuro, sólo intentan mover un poco el carril de nuestras intenciones al momento de comprar un shampoo o votar.

Muchas veces lo logran.

Yo diría que casi siempre. O al menos siempre que lo intentan con ganas y no se escatima en recursos. De alguna manera el humano es un producto parametrizable.

Que se vende y comercializa.

Como todo lo diseñado. Sea con valores culturales, sociales, ambientales, geográficos, políticos… patrones de una sociedad.

¿Y como sería ese sistema que entendería el diseño humano?

Me alcanza con un piedra-papel-tijera. Al mejor de tres. Al que saque diferencia de dos en el puntaje, gana.

¿Y a eso dotarlo inteligencia artificial?

Algo así. La idea es sólo reconocer patrones. Análisis de rondas y posibilidades en base a cientos y miles de partidas.

¿Es muy ambicioso?

Si. Una ronda tiene nueve posibilidades, y la partida más rápida del sistema tiene apenas dos rondas. O sea que serían ochenta y un opciones sólo para contar con todos los inicios, o setecientos veintinueve para una partida rápida con un empate. Y si quiero conocer patrones de cuatro rondas necesito seis mil quinientos sesenta y uno. Y en una quinta ronda necesitaría cincuenta y nueve mil cuarenta y nueve registros en el historial como para armar un patrón a ese nivel. Suponiendo que se llegue a la ronda diez, estamos hablando de más de tres billones de posibilidades.

Pero al menos con ochenta y uno tenés ese mínimo de posibilidades.

Necesito que sean miles para que empiece a generar patrones reales.

¿Tenés un plan?

Si, fomentar los clicks. Al mejor de cinco. Niveles de dificultad. Fomentar la competición y superación. Se puede interpretar que uno está jugando contra un promedio del resto de los humanos.

¿Realmente crees que podés entender la razón humana leyendo sus patrones de razonamiento basados en la historicidad de sus acciones?

La inteligencia artificial básicamente hace eso. Con el piedra-papel-tijera ya tengo para un buena cantidad de laburo.

Ambicioso.

Te dije que sería ambicioso. El juego es más que sólo un juego. Para muchos es una necesidad romper con un patrón. Sentirse libre y único. Distinto al resto. Ganar.

Yo arrancaría con piedra.

Si muchos lo hacen seguramente la inteligencia artificial empezaría a tirar papel.

El piedra-papel-tijera puede llegar al punto de ser puro azar. No se puede interpretar el futuro sólo en base a conductas. Si todos lo hacen no habría conductas.

La capacidad de predecir del ser humano es forzosamente distinta del informático actual. Dependiendo de la profundidad (y punto de corte) de los razonamientos se pueden calcular patrones.

¿Y estás dispuesto a hipotetizar un resultado?

Patrones. O micro-patrones.

Exacto, micro-patrones.

Son patrones, y si alguna vez fueron, puede que intenten volver.

Y… si… los patrones están. Si un patrón va y viene en el tiempo ya hablaríamos de modas.

¿Y tu sistema va a hacer todo eso?

No creo que llegue a tanto, pero puede que la gente se cope.

Esperemos, ¿no?

Si. Sería divertido.

¿Y si resulta que el ser humano es absolutamente azar?

Sería hermoso. Me sentiría menos ansioso.

Exilio

¿Por qué huyes?

Porque me persiguen.

¿Quiénes te persiguen?

Opositores. O mejor dicho, quienes quieren quedarse con lo mío.

¿Lo tuyo?

Mis tierras, mi riqueza, pero por sobre todo mi poder.

¿Y para qué quieren lo tuyo?

Mis tierras son abundantes y fértiles. Cubiertas de pastizales y cosechas. Con miles de personas que las trabajan. Quieren ser dueños de todo lo que es mío.

¿Tu eres dueño de todo eso?

Es mío por derecho.

¿Huyes porque intentan matarte?

Me fui de mis tierras pacíficamente, pero pronto iniciarán una cacería. Publicarán un falso crimen en mi nombre y habrá una recompensa por mi cabeza.

¿Cómo sabes que harán eso?

Es una fórmula básica para obtener el poder. La tierra y la riqueza tienen nombres, el poder es simbólico y mucho más difícil de conseguir.

¿A dónde vas?

A algún lugar en donde no sepan mi nombre.

¿Queda muy lejos eso?

No conozco un lugar en donde no sepan mi nombre. Asumo que el viaje será largo.

¿Te conoce mucha gente?

Mucha. Mi rostro aparece en todas las monedas. Antes de volver tendré que esperar a que se cambien todas las monedas del reino.

¿Pasará mucho tiempo para eso?

Creo que necesitaré un par de vidas más para ver el momento en donde no circule una sola moneda con mi rostro.

¿No tienes amigos que te puedan ocultar?

Prefiero que no. Los pondría en peligro, y además ninguno guardaría el secreto por mucho tiempo. Ningún amigo es un lugar seguro.

¿Y que harás cuando llegues a algún lugar seguro?

Lo primero será dormir. Sin la necesidad de tener un ojo abierto, o una daga debajo de la almohada. Simplemente dormiré profundamente, sabiendo que me despertaré en el mismo lugar y con la misma cantidad de sangre.

¿Es difícil el exilio?

Bastante. Tengo la sensación de que todos quieren matarme. En mi cabeza todos son posibles asesinos.

¿Desconfías de mí?

No. Nunca desconfiaría de ti.

De Gigantes & Verdugos

Durante toda la caída me fui sosteniendo de piedras y raíces que sobresalían del suelo seco y rocoso. Al principio, unos pocos grados de inclinación en la pendiente no significaba tanto trabajo, pero luego de unos diez metros más, la pendiente se hizo muchísimo más pronunciada y simplemente caí. Mis manos intentaban frenar la caída pero sólo conseguía que se raspen violentamente. En un momento algo golpeó mi muslo, pero no sentía nada de eso. En mi cerebro todo se traducía como imágenes a procesar en algún futuro, pero nada de sensaciones más que lo urgente.

Cuando la pendiente llegó a su fin, el pasto verde y alto me daba la certeza de que no estaba en el camino correcto. Delante mío nacía el valle de entre los montes, y en lo único que pensaba era que la guardabosques de la entrada nos advirtió que no saltiemos los caminos principales porque hace calor y es temporada de serpientes. Para nosotros era como un juego, saltearse los caminos y encontrarnos unos metros más abajo. A cambio teníamos algún codo raspado y bastante polvo. Pero nada tan grave como para no beneficiarse del placer de divertirse.

El último atajo me significó algo más que un codo rojo, o un poco de polvo. Ese último atajo me dejó mirando al propio valle del monte, lleno de árboles y arbustos. Sin horizonte ni sendero.

El celular no tenía señal, y sólo lo acompañaba un treinta porciento de carga. Lo guardé en el bolsillo de adelante y me acomodé la gorra. Ajusté la mochila en donde tenía los cigarrillos, la cámara, el encendedor y media botella de agua. Hice un rápido repaso de todo lo que tenía. De alguna manera me estaba preparando para hacerme cargo de la situación. Tenía que volver al camino. En mis opciones estaba volver a subir la pendiente, aunque su inclinación significaba muchísimo esfuerzo y el riesgo de caer y romperme algún hueso contra las piedras.

Algo me llamaba a entrar al monte.

Un recuerdo ajeno que se colaba en una fantasía que todavía no existía.

Un frío caliente se apoderó de mis piernas y empezaron a correr sin mirar atrás. Los brazos me abrían el paso entre las ramas y espinas de aquellos arbustos secos. Sin embargo, no sentía nada físico. Mi cuerpo estaba debajo de una catarata de adrenalina que me obligaba a sentir el todo y la nada.

Apenas se lograba ver el cielo y no había nubes, pero el sol tímidamente rozaba las copas de los árboles más altos. El cerro se erguía firme como un gigante dormido, mientras que yo me sentía tan pequeño y frágil como un insignificante insecto escapando por su vida. Corría como si en cada paso hubiese una serpiente que pudiese saltar y atacarme. No me sentía seguro. En ningún momento. Lo único que anhelaba era llegar al camino. Volver a la civilización. O al menos sobrevivir.

Algo me tiró la gorra. Alguna rama, tal vez. Pero no paré. Seguí corriendo y de golpe, faltando una pulgada para llegar al punto de no retorno, frené. Si daba un paso más perdería mi gorra para siempre y estaba seguro que nunca más volvería por ella. Vacilé. La idea de volver aunque sea un metro no me gustaba, estaba cada vez más cerca de la civilización.

Pero me negué a dejarla y miré para atrás, a buscarla.

Pero ya no había atrás. Ni tampoco adelante.

El espacio y el tiempo se transformaron en ideas y sueños.

Me encontré rodeado de un único ser que empatizaba conmigo, y donde yo era parte de él también.

Y escuché la infinidad del silencio.

Y sentí el perfume del polvo, y el aroma de un lugar olvidado.

Me sentí tan avasallado por la solemnidad de la naturaleza en su estado más primitivo que logré verle la cara al gigante del monte.

Y ese gigante me miró.

Y aunque fue sólo un segundo, o una fracción de segundo, ese gigante me miró.

Y me saludó.

Y me abrazó.

Y me sentí bien.

Seguro.

Durante un instante eterno pude ver al gigante del monte y él me miró a mí.

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