Algunas de las cosas que se me ocurren

AMNS – Cap. 8 – El Horizonte

Después de darle un par de golpes con los nudillos, tirarle unas piedras de barro y seguir cuestionándole su existencia, ya no encontraba otra cosa que me pueda llegar a aportar. Ya no sentía dolor de cabeza, aunque todavía estaba algo mareado. Me costaba encontrar un sentido y no sabía qué hacer. Pero tenía que hacer algo y me decidí por ir hasta la masa de agua a ver de qué se trataba.

A medida que me acercaba el suelo se volvía más barroso y difícil de transitar. Los borceguíes se pegaban al suelo haciendo ventosa y algunos pasos forzados me hicieron notar un dolor punzante en la rodilla. Tal vez de la caída del tronco más temprano. En el camino me encontré algunas botellas de vidrio verde llenas de arcilla gris y barro. Levanté una y estaba bastante más pesada de lo que imaginé. La di vuelta para tirar el contenido, pero la propia tierra había formado un tapón en su pico y obstruía a que se vacíe. La tiré a un costado y seguí camino.

– Basura -, me dije mientras veía bolsas de plástico desmenuzadas, más botellas, telas y plásticos desteñidos. Parecía que se podía encontrar casi cualquier cosa entre los juncos que se hacían cada vez más altos llegando a mi cintura.

Pisé una mata de juncos que pensaba que estaba firme y caí de bruces al suelo, mojándome las piernas y las manos. Temí un nuevo corte e intenté levantarme de golpe, pero caí de cola para atrás. Agarré una rama larga y ancha como mi antebrazo y la usé para levantarme.

– Esto me va a servir -, me dije mirando la rama que llegaba hasta la altura de mis ojos. Golpeé la punta contra el suelo y parecía dura.

Faltando unos cinco metros a la orilla, los juncos altos como mis piernas se convirtieron en una fina capa de pastos duros que no superaban los cuatro centímetros de alto, la visión se me hizo mucho más cómoda aunque no dejé él bastón. Tampoco había mucha mugre, el suelo barroso estaba mucho más firme aunque igual de mojado.

Miré para atrás en búsqueda de la enormidad y estaba ahí. No parecía tan enorme comparándola con el gigantesco mar que tenía de frente.

Unas sumisas olas golpeaban suavemente contra el borde de tierra que se inundaba y vaciaba a medida que la corriente bajaba entre movimiento y movimiento. El agua tenía un color gris amarronado que me hacía acordar al color de la arcilla dentro de las botellas.

La sensación de sed se me hizo presente. Empecé a salivar y escupí a un costado. Solté el bastón y me acerqué al agua. Algo me decía que no tome esa agua, pero tenía sed y el agua de las botellas era aún peor. Haciendo un cuenco con las manos agarré un poco de agua y me la llevé a la boca. Estaba fría y amarga y al morder sentí que estaba repleta de sedimentos. La escupí. Junté un poco de saliva para limpiarme la boca y escupí de nuevo.

«No está salada… esto no es mar. ¿Un lago? ¿Un río?»

No le di mucha bola a ese pensamiento. La sensación de mugre en la boca me hizo acordar a toda la basura tirada que había metros atrás. Saqué la lengua y la traté de limpiar con la remera, no sirvió.

Me quedé mirando el horizonte y varios metros adentro se veía una gran cantidad de gaviotas flotando en el agua, como bailando con el oleaje. Cada tanto alguna se hundía y resurgía. Rara vez en el mismo lugar.

Pasó un rato muy largo en donde me quedé sin pensamientos, sólo contemplando el horizonte, a las gaviotas y el vaivén de las olas. El sol se había ocultado entre las nubes hacía ya un tiempo y cada brisa me enfriaba un poco más el pantalón. Quería volver.

Miré para el campo. El sol estaba muy cerca de esconderse entre los árboles y algo me decía que se iba a venir la noche. Agarré el bastón y volví para la boya. Durante el camino me tropecé un par de veces, pero nunca caí.

Miedo a Vivir

Había una sensación

Un crimen escondido

Una dedicatoria


El joven nunca suspiró

Relojeando el tiempo

Deleitando a las horas

Bonsái

Escuchar al plantín.

Soñar el sueño.

Y el cielo alcanzar.


Respirar es sentirse.

Meditar es soñarse.

No pensar, sin pensar.


Sentir el sueño.

Sentirlo vivo.

Como al bonsái.

Desfigurado

Sr. Juez;

Juro ante mis verdades, ante la realidad que se me asemeja y ante mis deseos. Juro por sobre todo rencor y resto de pasiones que lo que diré es mi más sincera versión de mi raciocino modernizado. Por eso diré lo propio que debe ser oído, aunque ya se haya oído, sólo por el hecho de que sea oído una vez más.

Me quedan cientos de agradecimientos, docenas de prejuicios y milenares errores para ser entendido como un ser humano creado y forjado bajo la luz de este río que fluye en la esencia universal. Y por el simple hecho de conocerlo y alimentarlo durante tanto tiempo, el oscuro no sonará de nuevo en mi corazón.

Quiero que se sienta esa ansiedad de sonidos y trillares. Que se muestre en la cara de todos los inocentes que el encanto está ahí, excitando al presente y mostrando una expresión amigable y serena. Como una tribu adormecida después de tanta fiesta.

Creo entender la vida.

No tiene un destino temporal, es más bien espiritual. Saber que la esencia está en sentir el momento siendo todo lo demás puro cocoliche me acrecienta el universo, me da de comer tanto que me siento satisfecho por cuatro o cinco vidas más. Escucho su llamado y el miedo existe en un tiempo tan efímero como el suspiro. Al igual que lo bueno, lo malo o lo intrascendente. La luz bloquea toda sombra y la desvive.

Rompo con un cristal de armonía y el pasado atribuye un centenar de historias inconclusas.

Lo siento Sr. Juez. Me he corrompido por la esencia de lo bello y me he quedado perplejo al sonreír. Quiero hundirme en esa espesura fresca de dulce y colorida profundidad.

Sr. Juez., mi pecho está abierto a escuchar un último veredicto. A ser parte del derecho divino de justicia que sólo el cauto e intemperamental puede concebir como el centro perfecto de una puja de intereses.

Quisiera correr, eternamente. Ver a través del deseo olvidado, sentir el cataclismo de un colmillo desgarrando la carne del hueso. Corromper el clima de serenidad y devolverle el corazón al pueblo. Sentir por primera vez que el lobo no me va a alcanzar. Pero sentirlo lo más real posible.

Sr. Juez., entiendo que usted no es un ansioso lector de mi vida. Por lo tanto entiendo que usted no sepa toda mi construcción y así poder culpar a todo mi pasado por mi presente para luego mediar mi futuro. Usted no necesita ese pesar y aún menos yo esa excusa. Mi realidad se basa únicamente en mis elecciones. Y, tal vez, algo extra del universo. Pero seamos sinceros, yo soy quien está dejando una última carta.

El instinto me carcome más allá de la prudencia, me entrega el cuerpo a un alma desfavorecida por la amargura social de tener que aceptar todo por lo que es, y sólo conocer la lucha en la máscara crucial de cada día.

Siento cómo me aman, y siento ese amar que me deja perplejo.

Siento una falta de convicción en la realidad que me sorprende.

Siento que lo mejor está por venir. Tal vez porque me siento especial.

Continuamente siento que intentan convencerme de que no soy especial. Y seguramente no lo sea en esta masa amorfa, pero convencerme de ello no me va a ser mejor o peor, no va a cambiar al mundo si ni siquiera puede cambiar al presente. Es simplemente la falta de ego lo que explicaría el por qué la sociedad no admite algo tan simple como es la felicidad en el otro, aunque ello signifique aceptar su deseo primordial de sentirse superior.

No soy mejor que el resto, simplemente especial. Al igual que todos.

Sr. Juez. Soy inocente, y mi vida confirma ese acto de inadvertencia que se ha tenido por traerme hasta aquí. A tener que demostrar por mi pluma que sólo he conseguido una pizca de su atención para que me absuelvan de esta locura.

Porque sólo en el seno de mis sentimientos se encuentra la calma. Tan serena y clara, tan hermosa y descansada. Dejándose llevar por el viento y olvidando el propósito de ser.

Soy un visitante de su mundo y agradezco el pase gratis.

No menosprecies nada.

Todo puede sorprenderte.

AMNS – Cap. 7 – La Enormidad

Pasé un buen tiempo caminando y comiendo. Pero no podía sacarme esa cosa gigante de la cabeza. La rodeaba a distancia buscando los montes de frutas, pero la enormidad seguía ahí, llamándome. No le encontraba forma o emoción. Curiosidad tal vez, no sé.

No perdería nada en ir hasta allá, estaba dando vueltas en círculos desde hace horas y no imaginaba qué más poder hacer. Necesitaba ir a algún lado.

– Ya fue, vamos para allá y veamos que es eso -, dije en voz alta.

«¿Vamos? ¿Veamos? … ¿Quienes?» – dudé por un instante en quedarme en esa pregunta pero algo me decía que a eso no le iba a encontrar respuesta alguna.

La enormidad a la distancia me daba la excusa perfecta para seguir pensando en otra cosa. Ya estaba bien comido, y aunque algunos dolores seguían ahí nada me detenía a hacer algo más importante.

Al ir acercándome pude distinguir su color cobre oscuro y rancio, con manchas opacas y negras. Medía unos tres metros de alto y era más grande que cualquier árbol que había visto hasta el momento. Tenía una textura rasposa y oxidada, de metal pintado y olvidada de mantenimiento por décadas. Detrás tenía unas estructuras metálicas soldadas con agujeros y remaches. Y aunque podría describirla de pie a rabo, la pude nombrar faltando nomás medio metro.

«Una boya… ¿no debería de estar flotando en el agua?»

Me acerqué un poco más hasta que la pata se me incrustó en el barro que había alrededor de la misma. La tierra estaba muy blanda y formaban charcos de barro arcilloso que parecían tener decenas de años de edad.

Tratando de imaginar su forma completa parecía que la enormidad estaba hundida en el suelo al menos medio metro. Era realmente una enormidad.

– ¿De dónde saliste vos? -, le pregunté en voz alta.

«¿Vos?» -, pensé.

– ¿Quién sos vos y por qué tenés entidad? -, le repregunté.

La enormidad no contestaba, aunque en mi cabeza algo esperaba que si me conteste.

«Tiene que venir del mar. Una boya tan grande tiene que venir del mar. Pero no parece que haya alguna playa cerca», deduje sin inmiscuirme en la esencia de la entidad.

Cuando comencé a rodear a la enormidad vi que a unos trescientos metros por detrás se vislumbraba una basta cantidad de agua que no tenía límites visibles. El horizonte era comido por la propia masa de agua azul-marrón.

– Así que de ahí… ¿Y rodaste hasta acá? ¿Vos sola? ¿Hace mucho?

Preguntaba por preguntar. No iba a saberlo y la enormidad no me lo contestaría aunque se muriese de ganas. Sería muy difícil entender el idioma de una cosa así.

Reí.

Y me rasqué la cabeza.

«¿Y ahora?»

El momento se volvía eterno mientras la música de fondo se convertía en su banda sonora.

De Nada

Recuerdos encerrados en cajones de cristal que se manchan debiendo sostener una cordura final de estrepitosa sensación. Verdades absolutas de ambiciones se corroen y narran historias que cualquier cielo desearía imaginar, pero que están ahí, hechizadas en cuentos y cánticos perdidos en tierras de alta llanura y un bajo helado.

El clima se hizo horrendo, el dolor se agudizó y sus mentalidades se fusionaron construyendo mares y ataduras de millones de notas. Yo creo que no. Aunque no pueda ser cuestionado.

Miradas ancestrales, rituales rítmicos y sofisticados que hacen sombra a un universo apocalíptico y siembran una esperanza de amor y cordialidad tan tierna que derrama un poco de savia amarga. Haciendo bien, tanto bien que ahuyenta tanto mal inventado. Es gracioso satisfacerse de lo mínimo. Estamos tan llenos de esa sazón violeta que nos culmina a sentarnos y no sospechar porque más lindo es ver.

Un vaso de soda en la noche, un auto estacionado en la puerta y el portón que no canta. Reluciente diamante que se frustra por no intentar tocar el carbono de nuestra historia, cuando no depende más que de ello para vivir y ser feliz por lograrlo.

Un gigante absoluto se derrama en tierra y pasto para encontrase a sí mismo, zumbando, aleteando y volviendo a volar. Conociendo las historias más chicas por perder lo más grande, y entender, de una buena vez, que siempre hay que buscar. A eso vinimos.

Desde abajo y bien arriba, bailando, celebrando. Cruzando diablos y mazmorras para llegar a ese tesoro incalculable que no valió el camino porque éste fue más gratificante. Rodados de metal, cadenas de plata y filtros solares que se embalsan en autopistas de sacrificios y desafíos, pero contemplando ese horizonte ancestral cueste lo que cueste. Llamados del pasado que se canalizan en futuro cercano y eterno.

Un siniestro final se hizo presente para aclarar ciertas dudas y restituir ciertas certezas. Levantando un descontrolado huracán que nunca dejó de interpretar la vida como una satisfacción pasajera, bebiendo y destruyendo mitos mientras creaba leyendas. Porque su nombre nunca será olvidado. Un nombre que respira por si solo y se sobresalta cuando el clima desértico se llevaba una caravana puesta. Descarrilando un poco, sin derrapar lo suficiente. Como para sentir la tierra sin escapar de ella.

Un lugar escondido se abre paso a paso a ser un paraíso octogonal que se celebra en la memoria irrisoria de un cuento malogrado, pero con muchísima sinceridad escondida que se escapa a son y sentido. Una olvidada leyenda sobre un contendiente de la vida y la liberación que se presenta como un hermoso amante del destino oculto de sentir que todo tiene una razón hermosa para estar. Una visión asesina que se fragmenta al pensarla y contemplarla en su belleza utópica y siniestra.

Verde locura extraordinaria, triple sensación de cimas y tierras empapadas de un lecho anaranjado y brilloso. Mirando el néctar y creyendo que es miel de abejas, porque la clarividencia del clima no es más que una lustrosa guerra que me miente y desgarra. Sin luchar por luchar, haciéndolo por amor.

Un Camino de Hormigas

El bajón se hacía sentir en las tripas de Guille. Rezongaba por dentro. Las últimas pastillas fueron innecesarias, pero Guille necesitaba subir un poco más. Al menos un rato. Lo mínimo era algo.

– Creo que estoy por vomitar

– No seas boludo. No las escupas.

Guille se dejó caer del lado izquierdo y giró un poco por el pasto para quedar del lado derecho.

– Al revés quedate, no aprietes el hígado que es peor.

A Guille le costó una barbaridad, pero a milímetros de apoyar la mejilla su mundo empezó a girar más de lo que podía controlar. Un sabor amargo y ácido provino de su esófago y produjo un reflejo que hizo escupir algo de saliva rancia. Escupió y se giró dándole la espalda a Darío. Apoyando su costado derecho.

– ¡Dejame acostarme como quiero!

– Hacé como quieras. No me grites.

Darío miró el suelo y se quedó colgado mirando el caminito de las hormigas. Eran las seis y pico de la mañana y estaban recontra activas. El sol había salido hace rato. Darío volvió a ver a Guille y lo encontró en posición fetal. Acostado del lado izquierdo. Sonrió.

Guille tosió y se limpió la baba mezclada con pasto y hormigas.

– Che, Daro…

– ¿Qué?

– ¿Vendemos crack y flash?

– ¿Flash?

– Si, flash, suena re piola para droga.

– No existe el flash.

– Inventemos una droga. Y le ponemos flash. Y la vendemos nosotros solos. Nos hacemos millonarios. ¿Cuál hay?

– Que ni vos ni yo somos bioquímistros como para hacer flash, y menos crear una droga nueva.

– Bioquímicos se dice.

– No importa.

Darío volvió a su mundo mirando las hormigas. Ya tenía las articulaciones de las rodillas duras. Sabía que al moverlas le iban a doler. Empezó de a poco a intentar moverlas, pero era poco, prefería quedarse en cuclillas un rato más mirando las hormigas a tener que soportar el dolor del estiramiento.

– Che, Guille…

– ¿Qué?

– Me va la de flash.

– ¡Viste! ¡Vamos toneladas! No, no hay mucho dinero.

– No tenemos como para toneladas, pero si conseguimos a algún bioquí…mico barato la podemos hacer.

– La de Breaking Bad.

– El papá de Malcolm.

– Ese. Heisenberg.

– Un crack.

– Sería gracioso que el rubio ese se llame flash.

Ambos formalizaron una sonrisa austera y muy sincera, y se quedaron callados un par de minutos. Cada uno tratando de enfocar la vista, y corroborar cada tanto que podían mover los músculos.

La plaza estaba lo suficientemente vacía como para que los dos se sientan tranquilos y el barrio era demasiado placentero como para que pudieran sentirse intimidados de alguna manera. La gente que iba a trabajar sabía esquivarlos.

El sol giró lo suficiente como para pegarle en la cara a Guille. Tragó un pedazo de saliva amarga y pastosa e intentó acomodarse mirando algún punto fijo. Se había quedado dormido unos minutos y en todo ese tiempo Darío se quedó mirando las hormigas y cómo estas esquivaban los palitos que él les tiraba.

– Che, Daro…

– ¿Qué?

– ¿Y si en vez de hacer flash comemos algo? Creo que me siento mal.

– Deberíamos ir a la panadería.

– Comprate unos chispá.

– Pero vení conmigo.

– Dame un rato.

Darío intentó estirar las rodillas, pero sentía que ya estaban agarrotadas al máximo. No iba a ser fácil moverlas. Y se quedó así. Admirando a las hormigas hasta que Guille se levante. En algún momento.

-Che, Guille…

Don Giménez Segundo

Don Giménez no podía más, su boca se estaba transformando en una fábrica de baba espumosa y alaridos cada vez más agudos e insoportables.

-¡Te odio! -, gritaba Don Giménez.

-¡Basta! -, gritó la chica desde adentro.

-¡Te odio! -, gritaba Don Gimenez, e ignoraba los sonidos que se escuchaban desde adentro, estaba concentrado en una única cosa que lo estaba transformando en su versión más horripilante.

-¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! -, y triplicaba el grito para que fuese oído y comprendido.

-¡Basta, Don, Basta! -, grita una vez la chica desde adentro.

Don Gimenez por primera vez la sintió. Miró al suelo y se limpió la baba espumosa. Bufó un par de veces y volvió a tomar aire. Estaba agitado, su corazón no soportaba tanto odio contenido. Pero más allá de eso, Don Giménez se confiaba a sí mismo de ser sociable, apreciable, y hasta amigable con todos. Y sin embargo, odiaba.

Su némesis le era indiferente, escupía una mirada suelta en cada agudo alarido que le proporcionaba Don Giménez.  En el barrio no tenía un nombre definido, y a él poco le importaba. Don Giménez lo odiaba. No había razones más allá de lo comprensible. El viejo era complejo en su carácter y eso lo hacía adorable. Pero ese odio dejaba sin voz a la chica que gritaba desde adentro. El ‘basta’ que le proporcionaba la chica era suficiente como para que Don Giménez supiese que hizo algo malo. Él lo sabía, aunque no lo comprendía. Su maldad no se regía en hacerle la vida imposible a ella, pasaba por un cuarto intermedio en donde no sabía que le estaba haciendo mal. Como cuando meó la alfombra. Don Giménez pensó que era un buen lugar para mear. Pero a la chica le pareció un lugar bastante malo porque le gritó ese día y Don Gimenez lo recuerda con cada grito de ‘basta’ de la chica.

Mientras el tiempo lo vistió con una sabiduría inocente, la vejez trajo consigo algunos problemas de sordera y algo de cadera.

«Los riñones me andan bárbaro», pensaba cada tanto Don Giménez, estaba contento de que pueda seguir yendo al baño sin problemas. Veía a otros similares a su edad y los veía decadentes y gorditos. Él se sentía cómodo con sus orejas largas casi al suelo y su panza bastante más alejada del suelo. Aunque le pesaba la edad. Estaba siempre cansado. Últimamente dormía más. «De aburrido», se justificaba para encontrarle una razón. Y se daba una vuelta más para buscar al sol y que no le moleste los ojos.

Y a veces aparecía él.

Y desde la ventana lo miraba dormir a Don Giménez.

No era fetiche. Ni curiosidad.

Aquel que no tenía nombre sólo lo miraba para molestar.

Y Don Giménez lo odiaba por eso.

-¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! -, le gritaba cada vez que lo veía.

-¡Callate, Don Giménez! ¡Pará de ladrar! -, gritaba la chica mientras llegaba con la chancleta. Y al son de un par de gritos pelados cerró la persiana.

Don Giménez quedó a la sombra, y desde el techo aquel que no tenía dueño comenzó maullarle al sol, mientras se tiraba a dormir.

La chica no lo entiende, pero Don Gimenez tiene excelentes razones para odiarlo.

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