Algunas de las cosas que se me ocurren

Sobre Todo, Por Ella

Él la miró con soltura, no sabía qué iba a suceder. Simplemente la miró, y no dejó que ninguna pregunta lo atosigue, simplemente esperó a que suceda lo que Dios quiera.

Y la verdad, Dios no quiso mucho al parecer, ya que ella sonrió nomás. Con un resguardo de desamor y miedo ante la posibilidad de que un psicópata intentase burlarse de ella. Su integridad le valía muchísimo, pero no por ello lo ignoró. Simplemente le sonrió. Amablemente.

Él le devolvió la sonrisa mientras una descarada porción de saliva intentaba fugarse de la comisura derecha de su boca. Con un gesto álgido y poco atrevido, la devolvió a su lugar inspirando activamente con un sonido sostenido y repugnante.

Ella sintió un sudor frío. Sonrió una vez más mientras buscaba escapar de su vista. Se le tensaron los hombros y las manos le comenzaron a humedecerse. Su mundo desapareció, y únicamente reconocía lo inmediato.

Él se sintió victorioso. Su insignificante lógica le demostraba que no dejar de mirarla lograría que ella muestre interés en él. «¿Carisma, tal vez? ¿O excelente devoción al cuerpo femenino?», se preguntaba a sí mismo mientras esa porción de saliva se le terminaba de escapar de la comisura de la boca y caía en su camisa negra.

[asco]

Sos una persona muy copada. Sabelo.

Un Momento, Por Favor

La noche dormía en su propia calma, la luna pálida y sofocante iluminaba los arbustos del patio formando sombras tenebrosas y lúgubres. Una brisa recorría cada uno de los barrotes del enrejado exterior y, de a poco, se escabullía entre las hojas del ventanal moviendo suavemente las cortinas con un vaivén gélido. Paul estaba sentado en su sillón rojo carmesí, olvidando el tiempo y contemplando las llamas de la chimenea que danzaban con ritmo propio. Sus pensamientos estaban dominados por una quietud sórdida. Su pasiva postura se rompía con un único movimiento que consistía en llevar el vaso de whisky de la mesita caoba a su boca repetidamente. El hielo ya estaba derretido, pero a Paul no le importaba.

El reloj de pared parecía moverse cada vez más lento, los minutos parecían horas, las horas días. La dilatación del tiempo era uno más de los tantos indicios de que ya llegaría. Paul no quería que llegue, pero no tenía opción.

Un suspiro frío se desprendió de su cuerpo y apoyó suavemente el vaso vacío. La muerte se hizo presente sin hacer ningún ruido y se sentó en un sillón gemelo al de Paul. El reloj parecía haberse detenido definitivamente, sólo las llamas y el corazón de Paul marcaban el tránsito del tiempo.

– ¿Quieres? -, le dijo Paul mientras reponía el hielo de su vaso.

La muerte no contestó. Sólo miraba al fuego, hipnotizada, seducida y estática. Una caperuza blanca le tapaba el rostro, y apenas unos mechones oscuros escapaban del velo. Un invisible gesto de negación fue todo lo que Paul pudo leer de esa comunicación. Terminó de rearmar su bebida y volvió a incorporarse en su postura clásica mirando al fuego; y se percató que el reloj ya no continuaba con su eterno movimiento. Se asustó.

– Ya es hora -, dijo por fin la muerte, su voz era delicada y dócil. Parecía provenir de la cabeza de Paul reverberando con un eco blanco.

– ¿No crees que es un poco apresurado? No es el momento todavía.

Paul frunció el entrecejo y cerró fuerte los ojos. Apretó el puño y enseguida lo soltó.

– Ya es hora -, repitió de nuevo la muerte.

Paul bebió un sorbo largo del whisky.

– ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?

– Tu tiempo ya se detuvo, un segundo más y dejarás de pertenecer al mundo de los vivos.

– ¿Y que es este tiempo? Donde puedo respirar, hablar, ver las llamas moverse… ¿acaso esto no es tiempo?

– Este momento es sólo un instante en el tiempo. Es tu instante en el tiempo.

El pecho de Paul se llenó de aire. Él sabía y lo entendía, pero no quería morir. No estaba preparado y quería estirar este instante todo lo posible.

– Déjame pedirte un último deseo -, dijo Paul sin dejar de ver las llamas.

La muerte parecía inmutable. Su postura nunca había cambiado y sus pelos respondían al movimiento de un aire frío que recorría toda la sala.

– Tus opciones son limitadas -, le respondió.

– Sólo déjame escribir una última carta.

El ambiente se tensó y el aire se volvió mucho más denso. El fuego creció fuera de su naturaleza y volvió a su forma enseguida. El velo de la muerte se transformó en un gris pálido.

– ¿A qué te refieres?

– Una última carta. Déjame escribir lo que necesito decir.

La muerte se puso de pie y su caperuza se volvió blanca de nuevo.

– Muy bien, tendrás tu última carta. Pero en el momento en donde dejes de escribir el tiempo se reanudará y tu alma continuará su camino, lejos de tu cuerpo, conmigo.

Paul estaba nervioso, su corazón latía tan rápido y fuerte que sentía que le saldría despedido del pecho. En un pestaneo la muerte desapareció, la brisa escapó del cuarto y la ventana se cerró de repente. Las llamas de la chimenea iluminaron mágicamente la enorme sala y se reveló frente a Paul un escritorio oscuro y amplio con hojas, plumas y tintas.

Paul se acomodó en la silla y puso unas cuantas hojas delante de él. Soltó un último suspiro y simplemente comenzó a escribir. Eternamente.

Dr. Oktubre – Parte I

Dr. Oktubre ruega por encontrar aquello que busca.

Intenta alcanzar un oro que brilla al sol. No sabe si realmente es oro, o simplemente algo dorado.

No le encuentra la forma al bollo de masa, pero asume que debe ser tan esférico como la gravedad le permita.

Una hoja cae de lo más bajo de un árbol. No del medio, no de arriba. No de un costado o del otro. Simplemente cae de lo más bajo.

“La teca no pasa por buscar la respuesta a una pregunta, sino por encontrar una pregunta que todavía no tenga respuesta”, dijo, y se echó a descansar mirando la lluvia del lunes.

Reversionando

Es tan lindo el futuro.

Debe ser porque no existe.

Pero sin embargo ahí está.

Inmóvil, impredecible, inexplicable.

Y hasta inexistente.

Siendo soñado.

Siendo idealizado.

Siendo inventado y traducido.

Esperando a llegar.

Para ser presente un segundo.

Y pasado una eternidad.

No se puede hacer nada.

Simplemente esperarlo.

Porque llega.

En algún momento llega.

Y que no exista lo hace lindo.

Cae la hoja

Perdida en los vientos

Destino rubí

Vértigo

Cientos de bastones de madera se posan para dejarme ver el final del océano.

El rosa del horizonte se va transformando en un oscuro show de luces que siempre me acompaña. Pero el sonido trémulo de un cántico armonioso aclama por mi descanso.

El cambio es un accidente en el tiempo, y que gracias a él, nace la vida.

La Caja de Zapatos

El buffet estaba lleno. Faltaba media hora para el segundo parcial de Tecnología 2 y sólo un puñado teníamos chances de promocionarla. El resto sólo con presentarse aprobaba la cursada pero debía rendir el final completo. A mi derecha estaba el Oso, relajado en su mundo, esperando a que pase la hora mientras tomaba un café bien negro y amargo. Su tranquilidad tenía sentido, no tenía ninguna posibilidad de promocionar, era uno más de los que iban directamente a rendir el final. Por mi lado necesitaba incorporar algunos conceptos más, mis chances de promocionar no eran nulas pero sólo una nota altísima podría ayudarme. Mis nervios hacían bailar frenéticamente mi pierna mientras repetía como un mantra la definición de cuatricromía.

– Relajá Nachín -, me dijo el Oso -, estudiamos juntos para el final, ya fue. ¿Querés que te compre un café?

El bullicio era ensordecedor, definitivamente no era el lugar indicado para estudiar. Mi posibilidad de promocionar caía en picada mientras mi ansiedad peleaba una batalla interna contra mi cordura. Y al final desistí.

– No, dejá que voy yo y lo compro, así pienso en otra cosa ¿Querés una medialuna?

– No, comprate para vos así comés algo dulce de paso.

El lugar parecía un boliche. Habían tres metros entre nuestra mesa y la barra del buffet, y en ese tramo se agolpaban unas quince personas. Tomé un poco de aire, coraje y, entre pidiendo permiso y empujando, llegué hasta la precaria barra buscando al menos respirar.

Pero ella estaba del otro lado.

Con la cabeza inclinada como buscando cambio en una caja de zapatos.

Mi mundo se detuvo y el tiempo se contrajo a fracciones que duraban eternidades.

Su pelo rubio le tapaba media cara, y apenas se le notaban los cachetes colorados por el frío. Armaba una mueca en su mejilla mientras revisaba la caja. Parecía que le estaba costando encontrar lo que buscaba, y sin saberlo me estaba regalando un espectáculo de hermoso calibre. Con los dedos índice y medio se acomodó las ondas rubias por detrás de la oreja derecha y descubrió una mirada intensa y muy amable. Frunció el entrecejo y se agachó a guardar la caja de zapatos.

Ella no había notado mi presencia.

Era el momento indicado para escapar.

Tardé tres segundos en volver a la mesa y atravesar a toda la muchedumbre como una gacela despatarrada sin control.

– ¡Oso! – le dije agitado.

– ¿Y el café? -, me preguntó. Enmudecí por un instante, no sabía qué decirle. Me había olvidado del café.

– Eh, nada. No tenía ganas.

– ¿Qué pasó? ¿Necesitás que te preste plata?

– No, despreocupate que tengo plata, sólo que no tenía ganas.

Me senté y acomodé algunos resúmenes del parcial en la mesa. El bullicio del buffet no significaba nada para mí, ya no lo escuchaba. Ella estaba ocupando todo espacio en mi cabeza. Un loop ininterrumpido proyectaba la corrida de su pelo una, y otra, y otra, y otra vez. Quería mantener ese recuerdo para siempre. Ya no me importaba el parcial. Necesitaba volverla a ver, pero no sabía cómo. Mis manos empezaron a sudar.

El oso seguía tomando su café mientras respondía algún mensaje en su celular. Yo estaba cada vez más nervioso. Necesitaba volver a verla. Pero todas mis ideas terminaban en un «no-me-animo» o «qué-le-digo».

– ¡Oso! – le dije susurrando.

– ¿Qué pasa Nachín?

– Bajá la voz, y no digas nada. ¿Viste a la rubia del buffet?

– ¿Antonella?

– ¿Qué Antonella? ¡Ah, no! ¿La de la fotocopiadora? No, nada que ver. Te digo la que atiende el buffet.

– No, que yo sepa no hay ninguna rubia.

– ¡Si, Oso! -, le dije algo ofuscado -, hay una rubia nueva, nunca la había visto. ¿A vos quién te vendió el café?

– No sé, creo que Pablo. ¿Qué pasa con la rubia esa?

– Vos callate -, dije bajando aún más el tono -, pero me encanta.

Se tapó la boca y dejó escapar una risa picarona.

– ¡Qué bien, Nachín! Andá a hablarle.

– ¿Pero vos estás loco? ¿Qué querés que le diga?

– De entrada, un «hola, me das un café…»

– No, Oso. No me animo. Ya fue, además ya tenemos que entrar para el parcial.

– ¡Dale, Nachín! Andá y pedile un café. Después la invitás vos a tomar uno.

Lo miré con desaprobación. Aunque debía aceptar que tenía razón, hablarle sería la mejor opción y además sacaría algo más de información. Su nombre, su situación sentimental y cuánto hacía que trabajaba en el buffet. «Cosas cotidianas de pedir un café». Mi cabeza no podía encontrar un plan perfecto. Todos terminaban en completos fracasos. Sentí que el destino me jugó a favor cuando escuchamos que estaban llamando para entrar al parcial. Tenía la excusa perfecta para posponer el momento de conocer su nombre, o al menos escuchar su voz.

Aproveché sólo quince minutos para completar un parcial de dos horas, el resto lo dediqué a recordarla, a fantasear en cómo olería, cómo sería su casa, o de dónde sería. Nos imaginé estudiando juntos para el final. Dibujé en sueños miles de historias en donde ella y yo éramos los protagonistas.

Al entregar el escueto parcial un escalofrío me corrió por la espalda. Se acercaba el momento de hablarle, de pedirle ese café. O como dijo el Oso, invitarle uno yo. Mi cerebro estaba explotando.

– ¿Cómo te fue, Nachín?

– Un desastre, Oso. No me podía concentrar.

Se rió y me agarró fuerte del hombro.

– Tranquilo, ahora salimos y le hablás.

– No sé, Oso. Se me escapa de la lógica. Es imposible que pueda hablarle. Mi lengua se me empasta apenas pienso en el momento.

Mi corazón no paraba de latir y cada latido se hacía más y más denso, largo y apretado. Me estaba costando respirar y mis manos ya estaban sudadas desde horas atrás. Ni siquiera la idea de rendir el final me hacía sufrir tanto. Al girar por el pasillo vi a Pablo atendiendo la barra del buffet y con un suspiro liberé toda la tensión que estaba padeciendo.

– No está la rubia -, me dijo el Oso -, andá a preguntarle a Pablo a ver si la conoce.

– Dale, va a ser más fácil y de paso me pido un café.

A medida que me acercaba iba abriendo el ángulo de visión de todo el buffet, ya no había tanta gente y podía analizar cada una de las caras. Antes que nada debía asegurarme que no ande por ahí. No estaba preparado para verla, y menos aún para hablarle. Me acerqué a Pablo de manera suelta y confianzuda.

– Hola, Pablo, ¿te pido un café?

– Dale. Ahí te lo hago, Nacho. ¿Cómo les fue? -, me preguntó mientras llenaba el vaso plástico, la charla amena me ayudó a estirar el momento.

– Un desastre. En serio que nos mataron. Va a ser imposible el final.

– ¡Uh, que bajón! Acá tenés. Son tres con cincuenta.

– Me vas a matar, pero tengo veinte. La próxima te traigo cambio.

Su cara se agitó y cerró un puño. Una expresión muy poco amable se hizo presente en su rostro. Me preocupé.

– Perdón Nacho, pero no tengo cambio.

– Ahí le pido al Oso. Pero, ¿pasó algo, Pablo?

– No pasa nada, me pagas mañana o cuando tengas cambio. Pero bueno nada, afanaron de la caja de zapatos. Nadie sabe quién fue. Entraron acá y se llevaron la recaudación.

– ¡Uh, no me digas! Que garrón -, respondí haciéndome el sota mientras le ponía azúcar al café -, ¿y nadie sabe nada?

– No, parece que fue justo antes del parcial. Pero no. Nadie vio a nadie acá.

– ¡Qué raro! Y eso que éramos un montón. Bueno, Pablo, a cuidarse que está peligroso todo. Ya no se puede confiar en nadie. Nos vemos.

Caminé con paso acelerado persiguiendo al Oso y logré alcanzarlo sin derramar una gota del café.

– ¿Y, Nachín? ¿Qué te dijo Pablo?

– Que no la conoce.

No hablamos más y simplemente nos dedicamos a caminar hasta el auto.

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