Después de darle un par de golpes con los nudillos, tirarle unas piedras de barro y seguir cuestionándole su existencia, ya no encontraba otra cosa que me pueda llegar a aportar. Ya no sentía dolor de cabeza, aunque todavía estaba algo mareado. Me costaba encontrar un sentido y no sabía qué hacer. Pero tenía que hacer algo y me decidí por ir hasta la masa de agua a ver de qué se trataba.

A medida que me acercaba el suelo se volvía más barroso y difícil de transitar. Los borceguíes se pegaban al suelo haciendo ventosa y algunos pasos forzados me hicieron notar un dolor punzante en la rodilla. Tal vez de la caída del tronco más temprano. En el camino me encontré algunas botellas de vidrio verde llenas de arcilla gris y barro. Levanté una y estaba bastante más pesada de lo que imaginé. La di vuelta para tirar el contenido, pero la propia tierra había formado un tapón en su pico y obstruía a que se vacíe. La tiré a un costado y seguí camino.

– Basura -, me dije mientras veía bolsas de plástico desmenuzadas, más botellas, telas y plásticos desteñidos. Parecía que se podía encontrar casi cualquier cosa entre los juncos que se hacían cada vez más altos llegando a mi cintura.

Pisé una mata de juncos que pensaba que estaba firme y caí de bruces al suelo, mojándome las piernas y las manos. Temí un nuevo corte e intenté levantarme de golpe, pero caí de cola para atrás. Agarré una rama larga y ancha como mi antebrazo y la usé para levantarme.

– Esto me va a servir -, me dije mirando la rama que llegaba hasta la altura de mis ojos. Golpeé la punta contra el suelo y parecía dura.

Faltando unos cinco metros a la orilla, los juncos altos como mis piernas se convirtieron en una fina capa de pastos duros que no superaban los cuatro centímetros de alto, la visión se me hizo mucho más cómoda aunque no dejé él bastón. Tampoco había mucha mugre, el suelo barroso estaba mucho más firme aunque igual de mojado.

Miré para atrás en búsqueda de la enormidad y estaba ahí. No parecía tan enorme comparándola con el gigantesco mar que tenía de frente.

Unas sumisas olas golpeaban suavemente contra el borde de tierra que se inundaba y vaciaba a medida que la corriente bajaba entre movimiento y movimiento. El agua tenía un color gris amarronado que me hacía acordar al color de la arcilla dentro de las botellas.

La sensación de sed se me hizo presente. Empecé a salivar y escupí a un costado. Solté el bastón y me acerqué al agua. Algo me decía que no tome esa agua, pero tenía sed y el agua de las botellas era aún peor. Haciendo un cuenco con las manos agarré un poco de agua y me la llevé a la boca. Estaba fría y amarga y al morder sentí que estaba repleta de sedimentos. La escupí. Junté un poco de saliva para limpiarme la boca y escupí de nuevo.

«No está salada… esto no es mar. ¿Un lago? ¿Un río?»

No le di mucha bola a ese pensamiento. La sensación de mugre en la boca me hizo acordar a toda la basura tirada que había metros atrás. Saqué la lengua y la traté de limpiar con la remera, no sirvió.

Me quedé mirando el horizonte y varios metros adentro se veía una gran cantidad de gaviotas flotando en el agua, como bailando con el oleaje. Cada tanto alguna se hundía y resurgía. Rara vez en el mismo lugar.

Pasó un rato muy largo en donde me quedé sin pensamientos, sólo contemplando el horizonte, a las gaviotas y el vaivén de las olas. El sol se había ocultado entre las nubes hacía ya un tiempo y cada brisa me enfriaba un poco más el pantalón. Quería volver.

Miré para el campo. El sol estaba muy cerca de esconderse entre los árboles y algo me decía que se iba a venir la noche. Agarré el bastón y volví para la boya. Durante el camino me tropecé un par de veces, pero nunca caí.