Me desperté tosiendo. Tardé un rato en recordar esa mañana. Apenas entendía que estaba ahí. Los dolores me recordaban a cada segundo que nada de lo que viví era un sueño. Los intestinos se estrujaban y generaban un ruido profundo y bastante molesto. Necesitaba comer algo. También necesitaba sacarme el gusto ácido-amargo que nacía desde el fondo de la garganta y se colaba en las papilas gustativas. Un eructo esporádico trajo consigo la esencia concentrada al punto que llegué a olerlo y me revolvió el estómago.
Junté un poco de saliva y escupí al suelo mientras me agarraba el pelo. La mano se me enganchaba entre los pelos y me tiraba del cuero cabelludo. Eso me despertó un poco y, juntando algo de fuerza, me levanté.
Me fregué los ojos una vez más e intenté ubicar al sol que resultó estar muy encima mío. Casi en el centro del cielo.
«No me servís mucho ahora», le dije al tatuaje.
No recordaba el punto exacto en dónde había nacido el sol, tampoco en donde había despertado.
«Creo que aparecí en algún lugar de por allá», me decía mientras señalaba a un horizonte llano y sin referencia alguna, pero sabía que era más o menos por aquel lado.
La panza volvió a marcar su presencia.
«¿Y ahora qué como?», pensé.
Nada me daba la sensación de comida. Espié rápido todo lo que había alrededor y nada parecía comestible. Hice un par de pasos y levanté la billetera. No tenía nada más, el cuero estaba muy gastado y no mantenía un color uniforme. Por tercera vez volví a revisar cada pliegue, pero seguía sin haber nada. Recordé el papel y lo levanté del suelo. Lo guardé en la billetera de nuevo no sin antes leerlo de nuevo.
«Tranquilo, todo va a estar bien»
Levanté la campera y la golpeé un poco intentando limpiar las hojas y la tierra que había juntado. Tenía mucho barro todavía. La revisé sin buscar nada, y en mi sorpresa encontré una caja de cigarrillos (que apoyé en el tronco) y una cortapluma (que puse al lado). Seguí buscando pero no había más nada.
«Nada de comida», suspiré.
Me puse en cuclillas a analizar lo que había encontrado. Agarré la caja de cigarrillos, y al abrirla encontré cuatro cigarrillos y un encendedor. Saqué un cigarrillo y se me revolvió el estómago al verlo, una arcada terminó de sentenciarlo. Lo volví a guardar. Saqué el encendedor y dejé la caja de cigarrillos apoyada en un costado.
Algo dentro mío sabía cómo se hacía para que funcione. Con el pulgar derecho giré la rueda del encendedor y varias chispas salieron al mismo tiempo que la yema del dedo finalizaba su recorrido presionando el gatillo que liberaba el gas. Esto formó una combustión casi instantánea y mantenida. En mi cabeza todo ese proceso tenía una explicación perfecta, lógica, racional y…
… cuando se iluminó la llama todo eso no importó más.
Era perfecta y hermosa.
Iluminaba y daba calor, y se mantenía ahí.
Libre.
Solté el pulgar y la llama se apagó. Volví a prender el encendedor. Y me quedé obnubilado una vez más. Repetí el proceso una, y otra, y otra y una vez más. Era hermoso, me daba seguridad. Hasta que en una vuelta no volvió a prender y me desesperé. Sentí cómo el corazón frenó por un segundo. Intenté prenderlo de nuevo y volvió la llama.
«Lo voy a romper», pensé y lo dejé apoyado junto con la caja de cigarrillos.
Por unos instantes me había olvidado del hambre hasta que la panza se encargó de recordármelo. Tenía que ir a buscar comida y ese monte no tenía más para ofrecerme. No hacía frío pero por comodidad me puse la campera y comencé a guardar todo lo que había sacado en los distintos bolsillos. Dejé separado los cigarrillos del encendedor. Guardé la cortapluma sin revisarla. Me puse la billetera en uno de los bolsillos delanteros del jean y salí del pequeño monte. El sol prácticamente no formaba sombra, lo tenía justo por encima de mi cabeza, dándome un calor muy satisfactorio. Ya mucho menos doloroso a la vista.
Por primera vez escuché el ruido de los pájaros. Entendí que siempre estuvieron ahí cantando, pero recién en ese momento fui consciente de eso.
«¿Ahora a dónde?», pensé mientras trataba de enfocar el horizonte.
No sabía a dónde ir, cualquier lugar era ningún lugar. No sabía de dónde sacar comida, busqué referencias en la llanura.
Comencé a nombrar todos los montes y árboles que había cerca. De a poco me fui creando un mapa mental de los próximos metros y qué podía ver a la distancia. Puros árboles, montes y arbustos grandes. Había algo a la distancia que no distinguía. Demasiado geométrico para ser un árbol.
Sin definirme empecé a caminar hacia el monte más cercano. Las piernas no dolían tanto como en la mañana, pero el piso arrugado y deforme me complicaba mantener el equilibrio. El agua que tenía dentro de los borceguíes ya no estaba tan fría y producía un ruido gracioso al caminar.