Algunas de las cosas que se me ocurren

AMNS – Cap. 1 – Algo

Me desperté con frío. Muchísimo frío.

Sentía el cuerpo helado y se movía por cuenta propia tratando de buscar algo de calor, aunque sea ínfimo. Por cada contracción muscular aparecía un dolor agudo que me hacía olvidar el frío y me obligaba a morder con fuerza. Mi cuerpo actuaba solo. Yo simplemente sentía, no podía controlar nada, me movía por impulsos y reacciones.

Me sentía mojado. Todo el costado derecho estaba tieso por el frío y la humedad. Intenté moverme, pero sentía cómo el agua se colaba entre los pliegues del pantalón y llegaba a la piel. Congelando aún más la zona.

Intenté abrir los ojos, pero la claridad de la mañana me aniquiló de un rayo y lo único que pude ver fue el blanco. Los tuve que cerrar con fuerza por el dolor de cabeza que me provocó. Quería ver algo, donde estaba. Fui abriéndolos despacio. Intentando ver de a poco, no sé, algo.

Veía todo borroso, pero pude entender que estaba acostado en un charco de agua y barro. Apreté las manos y las volví a estirar. Las necesitaba funcionales, sentía que las iba a necesitar pronto y quería que se vayan preparando. Las piernas resultaron estar muchísimo más dormidas y doloridas. Moví el cuello intentando poner la cabeza en horizontal y al enfocar un poco más la vista alcancé a ver pastos bastante altos.

Un suave viento se hizo presente y los pastos se golpeaban unos con otros dejando escuchar la brisa. Estiré los dedos y apoyé la mano izquierda en el suelo. Se hundió en el barro hasta la muñeca, pero frenó en donde había una piedra, o tal vez tierra más dura. En un acto de esfuerzo impresionante pude reclinarme un poco y fue cuando noté que el pasto no estaba tan alto realmente. Tirado en el suelo todo parecía alto.

Me acomodé un poco más y me vi el jean que estaba totalmente mojado y lleno de barro. La campera zafaba un poco más, estaba embarrada de un sólo lado y al ser de cuero se bancaba mejor la humedad. El pecho lo tenía empapado, pero la humedad era pegajosa, parecía que era simplemente transpiración.

Pasó otro viento más fresco que el primero y sentí como me atravesó dejando un escalofríos insoportable. Me apreté fuerte el pecho y miré para los costados. Cuando me encontré con el sol de frente me enceguecí de nuevo. El dolor de cabeza se hizo presente por segunda vez y esta vez fue mucho más profundo y aniquilador que la primera. Me obligó a cerrar los ojos y me dieron ganas de vomitar. Aunque algo me decía que no lo haga. Sentía en la boca un gusto ácido y amargo. Ese algo me decía que no estaba bueno sumarle el gusto del vómito.

Me refregué los ojos con los dedos y el barro me raspó los párpados. Me limpié los nudillos con la camisa y con un poco más de esfuerzo estiré algo de la misma para limpiarme la vista. Me concentré tratando de no sentir por un instante el dolor de cabeza y ubicarme en dónde estaba. La vista seguía algo nublada, y hasta donde llegaba a ver sólo habían pastos hasta la rodilla y algún que otro árbol a unos cuantos metros. No había nada que me resulte conocido. Pero nada me resultaba extraño tampoco.

Me acomodé en cuclillas sintiendo la pesadez de cada movimiento. Todo me dolía. Las piernas, la cintura, la espalda, los brazos, el cuello, la cabeza, la panza. La sensación de vómito había dejado develado un malestar estomacal que se hacía más irritante segundo a segundo. No entendía, pero tampoco buscaba ninguna respuesta, sólo quería que se pasen todos los dolores. Todo me dolía y necesitaba salir del charco.

AMNS – Cap. 2 – Montes & Espinas

Escupí a un costado y la saliva tenía dejos de un espeso verde amarronado. El estómago volvió a molestarse e intentó vomitar. Pero lo frené y mientras me quejaba por cada movimiento logré levantarme. Sentía las piernas flojas y duras al mismo tiempo.

Usé el antebrazo para tapar al sol y ver un poco más allá. La vista seguía algo nublada, pero quería irme de ahí y necesitaba buscar algún lugar seco y cómodo. Necesitaba estar tirado para no presionar ningún área sensible y liberarme un poco de todos los dolores. O al menos de alguno.

Empecé a caminar sin rumbo. Los primeros pasos fueron insoportables, pero la acción de caminar se fue volviendo cada vez más fácil, a pesar de los dolores parecía sencillo caminar. Relojié el paisaje buscando a dónde podía ir, pero sin pensarlo ya estaba enfilando a un pequeño monte de árboles. Era ideal para protegerme del viento.

El suelo estaba inestable y ocupaba toda mi atención al caminar. Cada cinco o seis pasos frenaba para relajar los músculos y le dedicaba unos segundos al cielo. Estaba cubierto de nubes grises bastante claras. En algunos lugares se agolpaban lo suficiente para que el gris se transforme en casi negro. Eran pocos los espacios en donde el celeste del cielo se dejaba ver. Desde donde estaba naciendo el sol estaba todo bastante despejado.

Los árboles resultaron estar más lejos de lo que esperaba. Las piernas me empezaban a molestar y sentía pequeños calambres, pero quería llegar. Todo ese peso líquido que me sumaba la ropa mojada no me ayudaba en nada a la travesía. Y cada tanto el viento se hacía presente y me recordaba el frío insoportable del cual me había olvidado. Los últimos metros parecían interminables. Lo único que lograba aliviarme era el sol. Era casi imperceptible, pero podía sentir el calor en la cara y en las manos. Era agradable. Me hacía sentir bien.

Llegué cansado y muy adolorido. Las piernas me pedían que las deje descansar y busqué rápidamente dónde yacer. Había varias ramas y troncos tirados. Me acerqué al más cercano, y con movimientos toscos pero lentos fui sentándome. Al soltar el peso del cuerpo el tronco se rompió y apareció una sensación de caída al vacío. Rápidamente intenté sostenerme de cualquier cosa y agarré la primer rama que pude. Y sin querer apreté una espina que me atravesó la mano en ese espacio carnoso entre los dedos índice y pulgar. Me nació un grito gutural y sordo mientras seguía en caída libre al suelo. Abrí la mano, pero la espina seguía clavada ahí junto con un pedazo de rama.

Sentía un dolor punzante y categóricamente superior a cualquier otro que recuerde. Ya no me importaba la panza o la cabeza. Tampoco el golpe en la cintura al chocar contra el suelo y el tronco. Sentía en la mano un ardor profundo y electrificante.

Me senté rápidamente y me miré la herida. Varios hilos de sangre salían de ambos lados de la palma. El mundo se aceleró de golpe, la respiración no sólo me agitaba el pecho, los pensamientos iban a la velocidad del sonido y no lograban encadenar una idea. Tenía que relajarme.

Algo me decía que sacar la espina era la única forma de terminar con el dolor. Aunque también me decía que iba a ser doloroso. Casi tanto como cuando se incrustó.

Por un segundo no sentí la cabeza, ni el estómago. Tampoco el frío, ni las piernas, ni ningún otro músculo. Por un segundo no sentí siquiera el dolor de la mano, toda mi atención se enfocaba en el futuro dolor que iba a sentir cuando tenga que sacar la espina. La tocaba para entender con qué lidiaba, y cual sería la forma menos dolorosa para sacarla. Pero por cada movimiento sentía un pinchazo eléctrico en la mano que me recorría hasta el codo.

La espina era enorme, casi tan larga como el pulgar y la punta tenía un filo increíble. Revisé toda la situación varias veces y no había muchas opciones, era lento o rápido. Contuve todo el aire que pude.

Y empecé. Despacio.

A medida que salía iba padeciendo cada milímetro de forma exponencial. Dudé de seguir, el dolor iba en aumento y apenas adelanté medio centímetro. Me faltaban tres más. Seguir lento significaba que el dolor vaya en aumento por mucho tiempo más. Sabía que la respuesta era hacerlo rápido. Lo sabía desde un principio. Pero no quería hacerlo. Ya el dolor era bastante y…

Le pegué un tirón sin pensarlo y la terminé de sacar, escapando consigo muchísima sangre. El dolor era atroz. Grité. Por una fracción de segundo algo del grito interrumpió el dolor y me apreté la mandíbula muy fuerte, pero enseguida el recuerdo punzante y la sensación aguda de la herida abierta volvió a tomar protagonismo.

Tapé la herida con la boca para que deje de sangrar y de paso limpiar el barro. La sangre no paraba de salir y se sentía dulce, el barro era bastante más amargo. Me senté en el suelo cuidando de no clavarme nada. Todavía estaba sosteniendo la espina. La miré con desprecio y la tiré. El dolor ya no era tan constante y me permitía sentir algunos otros dolores de los que ya me había olvidado. Como los de la cabeza y el estómago. Quería estar bien y se me estaba poniendo difícil.

AMNS – Cap. 3 – Yo

Cuidando la herida lo más posible pude sacarme la campera y apoyarla en una rama. La hemorragia no disminuía, pero no podía seguir haciendo cosas con la mano en la boca, todos los movimientos me valían el doble de esfuerzo. Necesitaba que deje de sangrar.

«¿Y vendarla?»

Me vi la camisa y se me ocurrió romperle una de las mangas para envolver la mano y contener la herida. Comencé a desabrocharme la camisa y me vi una remera azul adentro, también empapada por el sudor. Me sorprendí al verla, estaba completamente limpia, a diferencia de la camisa que ya estaba marrón del barro y roja de la sangre. Terminé de desabrocharla y al quitármela noté en el antebrazo izquierdo una mancha. Hermosa. No parecía natural. Era hecha. Tenía forma de flor geométrica con las puntas alargadas.

«Un tatuaje. Es una estrella de ocho puntas. ¿O son dos de cuatro?»

Todos eran lados iguales, salvo por una de las puntas que se extendía unos milímetros más y me apuntaba directamente a la muñeca. Por un par de segundos me quedé asombrado de su forma y complejidad tan simple. Lo veía de un lado y del otro. Lo conocía. Algo me resultaba conocido en esa forma. Reconocí las letras, y las pude leer. Había una N, O, S y E. Y entre medio de las letras grandes también había más pequeñas: SE, SO, NE y NO.

«Una rosa de los vientos… ¿y cómo carajos es que sé eso?»

Sabía que se llamaba así. Y ahora sabía que representaban los puntos cardinales.

«Norte… Oeste, Sur y Este. Y del Este sale el sol. Porque el sol sale del este»

Acomodé el antebrazo para que la E apunte al sol, que para mi satisfacción seguía bastante cerca del horizonte. Me resultaba más cómodo girar mi cuerpo y pude ordenarlo para que el sol me golpeara la mejilla derecha y quede mirando al norte. Sonreí.

Pero la satisfacción de lograrlo se esfumó al momento en donde me miré la mano, y mi cerebro se quedó mudo, sin sonidos internos o externos. Me miré la mano y de un modo totalmente consciente la cerré. Extrañamente la mano se movía como yo quería.

«Yo»

«¿Yo?»

En forma de pregunta resonó tres o cuatro veces en mi cabeza.

«¿Yo? ¿Qué es yo? ¿Quién es yo? ¿Quién soy yo?»

Y no hubo respuesta. Las preguntas quedaron rebotando en un eco silencioso que no encontraba salida alguna. Me tildé. Miraba sin mirar un punto fijo que estaba en ningún lado entre mi mano y el suelo. Todos mis sentidos estaban tildados y en mi cabeza resonó de nuevo con mucho más enojo que antes.

«¿Quién soy yo?»

nada … el corazón se detuvo un instante, y al siguiente empezó a latir frenéticamente.

«¿Qué hago acá? ¿Dónde estoy?»

Miré para todos lados y no lograba enfocar la vista en nada particular. Sentí cómo se me aceleraba el pecho, mi respiración era asimétrica. Mi mente estaba en blanco y una catarata de preguntas caían a un vacío. Necesitaba enfocarme en algo. Miré el tatuaje, y en ese recorrido me vi la mano de nuevo. Intenté moverla. Y la moví. Pero no pude reconocerla. No sentía que era mi mano. Era algo ajeno a mí, a mis pensamientos. Era como una extensión de mi.

«¿Quién soy?»

Abrí los ojos muy grandes. Necesitaba enfocar, centrarme en algo. La vista se borroneó de nuevo. Intenté enfocarme en los pantalones mojados, llenos de barro, en las botas marrones. En el suelo. En algún árbol. El sol. Mi cabeza seguía sin tener un punto fijo. No paraban de llover preguntas que no terminaban de formularse. Simplemente aparecían y se colaban para desaparecer. No sabía qué responderme, no entendía que estaba pasando. Me desesperaba. Necesitaba alguna respuesta, algo me llevó a buscar la campera y empecé a revisarle los bolsillos. Me sorprendí al encontrar una billetera de cuero negra. No pensé, la abrí.

Revisé los espacios entre todas las capas del cuero y encontré un papel doblado no más grande que la palma de mi mano. Estaba escrito con un trazo fino y color azul en letras grandes e irregulares.

«Tranquilo, todo va a estar bien»

Mi mente se quedó en blanco. Lo intenté leer varias veces. Lo leía, pero no lo entendía. No le encontraba sentido. Las preguntas iban y venían pero seguía sin enfocarme en lo que realmente decía. Respiré despacio mientras acomodaba los ojos.

«Tranquilo, todo va a estar bien»

«¿Tranquilo? ¿Quién? ¿Yo?… ¿Qué es todo? ¿Qué es que todo va a estar bien?»

A medida que una nueva pregunta aparecía, mi corazón latía con más fuerza. No se aceleraba, sino que más bien eran latidos pesados y toscos. Mi pecho se infló como nunca. Comencé a morder las muelas muy fuerte; sentía la presión constante en las mandíbulas. Me dolía pero no me importaba. Estaba enojado. Apreté las manos y estrujé el papel. Grité y tiré la billetera lejos con la poca fuerza que me quedaba. Mientras el grito se iba apagando, la gravedad me regalaba un viaje directo al suelo. Estaba agotado. No tenía fuerzas para seguir enojado. Me dejé caer de costado. Y empecé a llorar. No sé por qué. Pero simplemente lo hice. Lo necesitaba y me estaba haciendo bien.

AMNS – Cap. 4 – ¿Dónde?

La mano me seguía sangrando, aunque bastante menos que antes. Evidentemente la tela estaba dando resultado, de todos modos sentía un latido interno en la mano, y tenía cierta picazón. No importaba tanto. Yo seguía rato llorando. Tiritando. Y totalmente desmoralizado. Nada tenía sentido. Ni lo de afuera, ni lo de adentro.

– ¡Qué mierda todo!

Me escuché la voz por primera vez y no me reconocí. No quería hablar, me rechazaba a mí mismo. No era yo. Pero tampoco sabía quién o qué era yo.

El llanto se convirtió en una angustia que me rompía el pecho. En algún lugar adentro mío había un agujero que me estaba chupando toda la energía; me daba vuelta pensar que nada tenía sentido. No había respuesta a nada. Tragaba saliva espesa, mezclada con moco y un gusto amargo.

«¿Yo hice esto? ¿Por qué no sé nada?»

Sabía que mágicamente no iba a aparecer una respuesta. Cualquier cosa era mentirme. Ese dolor inocuo era muy distinto al dolor que sentía en la mano. No había una venda para frenarlo un poco, sólo podía llorar. Desconsolada y primordialmente. Y al igual que la venda, el llanto no curaba, pero al menos me desahogaba y servía. Mi respiración se hizo errática y defectuosa, el aire que entraba no alcanzaba para llorar y cubrir mi necesidad de oxígeno. Y por esa misma falta de oxígeno me marie.

Estaba mareado, tragando saliva y moco, con la palma ensangrentada latiéndome y ganas de vomitar. Empecé a respirar de modo sincronizado y poco a poco me fui calmando. Intenté re-analizar la situación, pero el estómago se me estrujó de repente y me tiré de costado a escupir una gran cantidad líquido espeso blanco y marrón. Era asqueroso. Mucho peor que su contextura semifluida era su gusto y el hecho de saber que eso estaba en mi organismo. Escupí un poco más y ya no se sentía tan mal. El gusto era apenas soportable. Lo importante es que tranquilizaba mis tripas.

Me agarré la cabeza, el sol se había movido un poco y ya me daba de frente a los ojos. Intenté taparme con el antebrazo y al cerrarlos sentí como el dolor de cabeza se escondía y me aliviaba. Evidentemente la luz me estaba haciendo mal. Entré en un letargo momentáneo hasta que una pequeña brisa me molestó por la espalda y me despertó.

«Quiero dormir», y asentí con la cabeza.

Me acurruqué en torno al tronco partido y acomodé la campera debajo del cuello. Necesitaba descansar, aunque me duela todo, y de repente tenga hambre, quería dormir un rato más. Despertarme de vuelta. Tirité por última vez y fui cerrando los ojos esperando que todo pase.

«Tranquilo, todo va a estar bien», recordé.

AMNS – Cap. 5 – Exilio

Me desperté tosiendo. Tardé un rato en recordar esa mañana. Apenas entendía que estaba ahí. Los dolores me recordaban a cada segundo que nada de lo que viví era un sueño. Los intestinos se estrujaban y generaban un ruido profundo y bastante molesto. Necesitaba comer algo. También necesitaba sacarme el gusto ácido-amargo que nacía desde el fondo de la garganta y se colaba en las papilas gustativas. Un eructo esporádico trajo consigo la esencia concentrada al punto que llegué a olerlo y me revolvió el estómago.

Junté un poco de saliva y escupí al suelo mientras me agarraba el pelo. La mano se me enganchaba entre los pelos y me tiraba del cuero cabelludo. Eso me despertó un poco y, juntando algo de fuerza, me levanté.

Me fregué los ojos una vez más e intenté ubicar al sol que resultó estar muy encima mío. Casi en el centro del cielo.

«No me servís mucho ahora», le dije al tatuaje.

No recordaba el punto exacto en dónde había nacido el sol, tampoco en donde había despertado.

«Creo que aparecí en algún lugar de por allá», me decía mientras señalaba a un horizonte llano y sin referencia alguna, pero sabía que era más o menos por aquel lado.

La panza volvió a marcar su presencia.

«¿Y ahora qué como?», pensé.

Nada me daba la sensación de comida. Espié rápido todo lo que había alrededor y nada parecía comestible. Hice un par de pasos y levanté la billetera. No tenía nada más, el cuero estaba muy gastado y no mantenía un color uniforme. Por tercera vez volví a revisar cada pliegue, pero seguía sin haber nada. Recordé el papel y lo levanté del suelo. Lo guardé en la billetera de nuevo no sin antes leerlo de nuevo.

«Tranquilo, todo va a estar bien»

Levanté la campera y la golpeé un poco intentando limpiar las hojas y la tierra que había juntado. Tenía mucho barro todavía. La revisé sin buscar nada, y en mi sorpresa encontré una caja de cigarrillos (que apoyé en el tronco) y una cortapluma (que puse al lado). Seguí buscando pero no había más nada.

«Nada de comida», suspiré.

Me puse en cuclillas a analizar lo que había encontrado. Agarré la caja de cigarrillos, y al abrirla encontré cuatro cigarrillos y un encendedor. Saqué un cigarrillo y se me revolvió el estómago al verlo, una arcada terminó de sentenciarlo. Lo volví a guardar. Saqué el encendedor y dejé la caja de cigarrillos apoyada en un costado.

Algo dentro mío sabía cómo se hacía para que funcione. Con el pulgar derecho giré la rueda del encendedor y varias chispas salieron al mismo tiempo que la yema del dedo finalizaba su recorrido presionando el gatillo que liberaba el gas. Esto formó una combustión casi instantánea y mantenida. En mi cabeza todo ese proceso tenía una explicación perfecta, lógica, racional y…

… cuando se iluminó la llama todo eso no importó más.

Era perfecta y hermosa.

Iluminaba y daba calor, y se mantenía ahí.

Libre.

Solté el pulgar y la llama se apagó. Volví a prender el encendedor. Y me quedé obnubilado una vez más. Repetí el proceso una, y otra, y otra y una vez más. Era hermoso, me daba seguridad. Hasta que en una vuelta no volvió a prender y me desesperé. Sentí cómo el corazón frenó por un segundo. Intenté prenderlo de nuevo y volvió la llama.

«Lo voy a romper», pensé y lo dejé apoyado junto con la caja de cigarrillos.

Por unos instantes me había olvidado del hambre hasta que la panza se encargó de recordármelo. Tenía que ir a buscar comida y ese monte no tenía más para ofrecerme. No hacía frío pero por comodidad me puse la campera y comencé a guardar todo lo que había sacado en los distintos bolsillos. Dejé separado los cigarrillos del encendedor. Guardé la cortapluma sin revisarla. Me puse la billetera en uno de los bolsillos delanteros del jean y salí del pequeño monte. El sol prácticamente no formaba sombra, lo tenía justo por encima de mi cabeza, dándome un calor muy satisfactorio. Ya mucho menos doloroso a la vista.

Por primera vez escuché el ruido de los pájaros. Entendí que siempre estuvieron ahí cantando, pero recién en ese momento fui consciente de eso.

«¿Ahora a dónde?», pensé mientras trataba de enfocar el horizonte.

No sabía a dónde ir, cualquier lugar era ningún lugar. No sabía de dónde sacar comida, busqué referencias en la llanura.

Comencé a nombrar todos los montes y árboles que había cerca. De a poco me fui creando un mapa mental de los próximos metros y qué podía ver a la distancia. Puros árboles, montes y arbustos grandes. Había algo a la distancia que no distinguía. Demasiado geométrico para ser un árbol.

Sin definirme empecé a caminar hacia el monte más cercano. Las piernas no dolían tanto como en la mañana, pero el piso arrugado y deforme me complicaba mantener el equilibrio. El agua que tenía dentro de los borceguíes ya no estaba tan fría y producía un ruido gracioso al caminar.

AMNS – Cap. 6 – Néctar

Estuve caminando durante horas y el sol ya estaba en su cuarto de caída. Fui picando de monte en monte buscando algo para comer pero no había nada. O al menos no se me ocurría qué poder comer. Los árboles eran ásperos y con hojas muy pequeñas y sin carne.

Me senté a descansar un poco. Tenía las piernas cansadas aunque ya se estaban moviendo por cuenta propia. Hubo ciertos momentos en donde una puntada se colaba en la rodilla izquierda, y me obligaba a dejarla en paz un tiempo. El tronido de los pájaros revivía en el ambiente y se mezclaban con el sonido del viento golpeando a las ramas unas con otras.

El campo estaba vivo y no lo percibía mientras caminaba. Seguí el recorrido de los pájaros y vi que había decenas de distintos colores, formas y tamaños. Con alas largas, colas en V, gordos y algunos volando tan alto que no se podían distinguir si ya los había visto.

Siguiendo el recorrido de uno en particular que frenó en la copa del árbol en donde estaba yo, vi que se puso a comer de una fruta que nunca me percaté que estaba. Tosí en mi sorpresa y el pájaro voló al notar mi presencia.

De entre las ramas de los árboles nacía una enredadera trepadora de ramas verdes carnosas pero muy delicada con una flor violeta muy particular y unas bayas del tamaño de un pulgar verdes, amarillas y naranjas. Ya había visto la planta colgada en otros árboles, me llamaban mucho la atención las flores que eran peculiarmente extravagantes. Pero nunca me había percatado de sus frutos.

Analicé un poco más la planta, me llamaba la atención que sólo los frutos más anaranjados estaban carcomidos y huecos.

«Esos deben ser los que están más maduros», pensé.

No había ninguno de color naranja que pueda alcanzar sin cortarme con alguna espina del árbol, así que agarré el que yo consideré más maduro que tenía al alcance. Le costó separarse de la planta y sin intensión lo estrujé al sacarlo. Era esponjoso al tacto y al partirlo se mostraron cientos de bolitas de agua con un tinte rojizo. Algunas eran casi transparentes.

«¿Serán estas cosas lo que comen los pájaros? Se ven más rojos en los comidos»

Algo me decía que iba a ser de un gusto muy poco agradable.

Y, nuevamente, ese algo no se confundió. Apenas partí una de las bolita con el diente, un gusto ácido y picoso se adueñó del lugar y comenzó a expandirse por toda la boca. La lengua se torcía por sí sola, y mientras mis labios se quedaban sin saliva, la panza se me contraía. Quería escupirlo.

Pero probé de nuevo, tenía que comer algo. El hambre era más fuerte que el gusto y algo me impulsó a terminar de comer eso. Acepté el gusto simplemente para acallar la panza. Y funcionó.

Asumiendo resignadamente que tendría que ingerir esa comida, hice una última respiración fuerte y comencé a engullir uno tras otro. Mi cerebro no tenía eco. Mi panza estaba contenida.

Era sentirme bien. Comer.

Perdí la cuenta en el cuarto, o quinto. Cada tanto tenía un reflujo que me obligaba a resignificar el fruto y buscar alguno más maduro. Pero estaba muy bien comiendo, hasta que un reflejo se lleva a la fuerza mi concentración.

«… Mburucuyá, escuché en mi cerebro de golpe.

Me sorprendí. ¿Cómo sabía eso?

– Mburucuyá -, solté con mi voz.

Necesitaba escuchar cómo sonaba. La voz no me resultaba ajena. Miré lo que me quedaba en la mano y la recordé. Recordé cómo era, y sabía que el gusto era este, y sabía también que le faltaba madurar. Le faltaba un gusto dulce particular.

– Mbu-ru-cu-yá -, nuevamente en voz alta, pero ahora separando las sílabas. Como si fuese un juego para mí. Quería divertirme. Necesitaba divertirme y sentirme bien. La panza no estaba tan quejosa, aunque el hambre siga ahí latente. El retumbar en la cabeza tampoco molestaba tanto. Era apenas imperceptible.

«Creo que también se llama Pasiflora, pero Mburucuyá suena mejor», brotó de mi mente un recuerdo más. Algo me daba el conocimiento de saber qué era lo que tenía en la mano.

Necesitaba seguir comiendo, pero ya los que quedaban en ese monte apenas tenían forma. Miré a la distancia a ver si podía reconocer algún monte que tenga en las cercanías, achiqué los ojos en busca de enfoque y lograr tapar un poco el sol. Intenté recordar en qué otros montes había visto esa flor, pero todos eran más o menos iguales para mí y a la distancia no se apreciaban bien.

El objeto con bordes perfectos se erguía en el medio de la nada. Seguía sin distinguirlo, estaba bastante lejos todavía. Definitivamente no era un árbol, ¿una piedra enorme? No sentía que pueda ser algo que tenga comida, por lo que intenté despejarlo de mi cabeza y buscar algún monte que me provea de más frutos.

La curiosidad podía esperar un tiempo, al menos hasta que termine de comer.

AMNS – Cap. 7 – La Enormidad

Pasé un buen tiempo caminando y comiendo. Pero no podía sacarme esa cosa gigante de la cabeza. La rodeaba a distancia buscando los montes de frutas, pero la enormidad seguía ahí, llamándome. No le encontraba forma o emoción. Curiosidad tal vez, no sé.

No perdería nada en ir hasta allá, estaba dando vueltas en círculos desde hace horas y no imaginaba qué más poder hacer. Necesitaba ir a algún lado.

– Ya fue, vamos para allá y veamos que es eso -, dije en voz alta.

«¿Vamos? ¿Veamos? … ¿Quienes?» – dudé por un instante en quedarme en esa pregunta pero algo me decía que a eso no le iba a encontrar respuesta alguna.

La enormidad a la distancia me daba la excusa perfecta para seguir pensando en otra cosa. Ya estaba bien comido, y aunque algunos dolores seguían ahí nada me detenía a hacer algo más importante.

Al ir acercándome pude distinguir su color cobre oscuro y rancio, con manchas opacas y negras. Medía unos tres metros de alto y era más grande que cualquier árbol que había visto hasta el momento. Tenía una textura rasposa y oxidada, de metal pintado y olvidada de mantenimiento por décadas. Detrás tenía unas estructuras metálicas soldadas con agujeros y remaches. Y aunque podría describirla de pie a rabo, la pude nombrar faltando nomás medio metro.

«Una boya… ¿no debería de estar flotando en el agua?»

Me acerqué un poco más hasta que la pata se me incrustó en el barro que había alrededor de la misma. La tierra estaba muy blanda y formaban charcos de barro arcilloso que parecían tener decenas de años de edad.

Tratando de imaginar su forma completa parecía que la enormidad estaba hundida en el suelo al menos medio metro. Era realmente una enormidad.

– ¿De dónde saliste vos? -, le pregunté en voz alta.

«¿Vos?» -, pensé.

– ¿Quién sos vos y por qué tenés entidad? -, le repregunté.

La enormidad no contestaba, aunque en mi cabeza algo esperaba que si me conteste.

«Tiene que venir del mar. Una boya tan grande tiene que venir del mar. Pero no parece que haya alguna playa cerca», deduje sin inmiscuirme en la esencia de la entidad.

Cuando comencé a rodear a la enormidad vi que a unos trescientos metros por detrás se vislumbraba una basta cantidad de agua que no tenía límites visibles. El horizonte era comido por la propia masa de agua azul-marrón.

– Así que de ahí… ¿Y rodaste hasta acá? ¿Vos sola? ¿Hace mucho?

Preguntaba por preguntar. No iba a saberlo y la enormidad no me lo contestaría aunque se muriese de ganas. Sería muy difícil entender el idioma de una cosa así.

Reí.

Y me rasqué la cabeza.

«¿Y ahora?»

AMNS – Cap. 8 – El Horizonte

Después de darle un par de golpes con los nudillos, tirarle unas piedras de barro y seguir cuestionándole su existencia, ya no encontraba otra cosa que me pueda llegar a aportar. Ya no sentía dolor de cabeza, aunque todavía estaba algo mareado. Me costaba encontrar un sentido y no sabía qué hacer. Pero tenía que hacer algo y me decidí por ir hasta la masa de agua a ver de qué se trataba.

A medida que me acercaba el suelo se volvía más barroso y difícil de transitar. Los borceguíes se pegaban al suelo haciendo ventosa y algunos pasos forzados me hicieron notar un dolor punzante en la rodilla. Tal vez de la caída del tronco más temprano. En el camino me encontré algunas botellas de vidrio verde llenas de arcilla gris y barro. Levanté una y estaba bastante más pesada de lo que imaginé. La di vuelta para tirar el contenido, pero la propia tierra había formado un tapón en su pico y obstruía a que se vacíe. La tiré a un costado y seguí camino.

– Basura -, me dije mientras veía bolsas de plástico desmenuzadas, más botellas, telas y plásticos desteñidos. Parecía que se podía encontrar casi cualquier cosa entre los juncos que se hacían cada vez más altos llegando a mi cintura.

Pisé una mata de juncos que pensaba que estaba firme y caí de bruces al suelo, mojándome las piernas y las manos. Temí un nuevo corte e intenté levantarme de golpe, pero caí de cola para atrás. Agarré una rama larga y ancha como mi antebrazo y la usé para levantarme.

– Esto me va a servir -, me dije mirando la rama que llegaba hasta la altura de mis ojos. Golpeé la punta contra el suelo y parecía dura.

Faltando unos cinco metros a la orilla, los juncos altos como mis piernas se convirtieron en una fina capa de pastos duros que no superaban los cuatro centímetros de alto, la visión se me hizo mucho más cómoda aunque no dejé él bastón. Tampoco había mucha mugre, el suelo barroso estaba mucho más firme aunque igual de mojado.

Miré para atrás en búsqueda de la enormidad y estaba ahí. No parecía tan enorme comparándola con el gigantesco mar que tenía de frente.

Unas sumisas olas golpeaban suavemente contra el borde de tierra que se inundaba y vaciaba a medida que la corriente bajaba entre movimiento y movimiento. El agua tenía un color gris amarronado que me hacía acordar al color de la arcilla dentro de las botellas.

La sensación de sed se me hizo presente. Empecé a salivar y escupí a un costado. Solté el bastón y me acerqué al agua. Algo me decía que no tome esa agua, pero tenía sed y el agua de las botellas era aún peor. Haciendo un cuenco con las manos agarré un poco de agua y me la llevé a la boca. Estaba fría y amarga y al morder sentí que estaba repleta de sedimentos. La escupí. Junté un poco de saliva para limpiarme la boca y escupí de nuevo.

«No está salada… esto no es mar. ¿Un lago? ¿Un río?»

No le di mucha bola a ese pensamiento. La sensación de mugre en la boca me hizo acordar a toda la basura tirada que había metros atrás. Saqué la lengua y la traté de limpiar con la remera, no sirvió.

Me quedé mirando el horizonte y varios metros adentro se veía una gran cantidad de gaviotas flotando en el agua, como bailando con el oleaje. Cada tanto alguna se hundía y resurgía. Rara vez en el mismo lugar.

Pasó un rato muy largo en donde me quedé sin pensamientos, sólo contemplando el horizonte, a las gaviotas y el vaivén de las olas. El sol se había ocultado entre las nubes hacía ya un tiempo y cada brisa me enfriaba un poco más el pantalón. Quería volver.

Miré para el campo. El sol estaba muy cerca de esconderse entre los árboles y algo me decía que se iba a venir la noche. Agarré el bastón y volví para la boya. Durante el camino me tropecé un par de veces, pero nunca caí.

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